PRIMER PREMIO

ÚLTIMO VIAJE: LINEA 3 DEL METRO DE MADRID

Sé que moriré pronto pero creo que he vivido lo suficiente, quizás debí morir aquel 11 de noviembre. Siempre me he preguntado porque él y no yo, qué habría pasado si hubiéramos cogido otro vagón de metro, qué clase de suerte o destino hizo la diferencia, aunque mi vida quedó marcada para siempre ese día porque ya no he vuelto a ver el mismo sol ni sentir la vida hervir en mi sangre con esa fuerza que solo se siente en la juventud. Cada año desde entonces evoco una y otra vez el dolor y el sentimiento de injusticia que me provocó su muerte.

Fue una mañana de noviembre y al evocarlo mi corazón, como siempre, volverá a sangrar como cuando aquel sol incipiente de otoño no pudo contener la tragedia en el metro de Madrid.

Sigo viviendo en el mismo barrio de Vallecas; cada mañana mis ojos miran a través de la ventana su habitación, pero él ya no está; su vida quedo segada cerca de la estación de metro de Legazpi.

Éramos amigos desde la infancia, diez años de amistad que ahora me parece poco tiempo pero que por aquél entonces era el lazo más fuerte que la vida me había dado.

¿Cuántos íbamos en aquel vagón de metro? Los suficientes como para pensar que cambiaríamos el mundo; jóvenes idealistas intentando cambiar el rumbo de la vida, porque a esa edad, la fuerza de tus ideales es tal que solo puedes seguir el instinto de aquello que crees justo.

Carlos Palomino tenía 16 años cuando subió en aquél vagón para luchar contra unos fascistas, su destino, el fin del fascismo, no tenía nombre de estación. Solamente tenía 16 años, su vida apenas había comenzado pero ya sentía en su pecho la fuerza de sus ideales y allí, mezclados entre nosotros como en la vida, estaban los fascistas. Nos creíamos invencibles y eternos. No supimos ver que el aullido de esas fieras no se combate a pecho descubierto.

Cuando cara a cara se enfrentó con uno de ellos no tuvieron piedad. Carlos sintió un dolor profundo en el pecho se giró, me miró y dijo: «me han pinchado». Y su vida se quebró para siempre.

Eloisa Mª Rodríguez Gauyac

SEGUNDO PREMIO

DE MADERA

Taba acabante de cumplir sesenta años la primer vegada que montó nesi tresporte al que llamaben metro. Na so tierra d’orixe aquello nun esistía, Vicente nun taba avezáu a eses modernidaes más propies de les grandes capitales europees que d’una aldea asturiana. Sorrió, camentando que, por munches comodidaes que les ciudaes pudieren ufri-y, él nun dexaría nunca la vida en pueblu.

Garráu de la mano la muyer, entamó a fixar los güeyos nes persones que los acompañaben nel vagón. Un neñu, que nun cunta con abonda altura como pa picar al botón, llora ensin que nadie lu contemple. Una rapaza d’unos quince años ta de pies xunto a la que paez ser so ma, que s’alcuentra sofitada nunu d’aquellos asientos incómodos de madera. Esi señor yá vieyu, que nun mira al futuru con llercia, sinón con calma, al qu’un triángulu coloráu-y ocupa parte de la camisa.

Vicente, alloriáu de tanto pensar nes posibles vides de toos aquellos rostros que tan familiares-y resultaben, xiró la cabeza buscando que los sos güeyos s’atoparen colos de la muyer. Quedó ablucáu al ver qu’ella nun taba ellí, al acolumbrar que la muyer que lu garraba de la mano yera so madre. Quixo llamala, pero’l xestu seriu qu’amosaba, xunto a aquella ropa que compartía col restu de persones qu’enllenaben el vagón y con él mesmu, nun-y lo permitió. Sintió cómo’l corazón entamaba a movese más rápido, cómo les alcordances escomenzaben a inundar la so mente, cómo les llárimes-y percorríen los papos.

Espertó d’aquella especie de suañu, otra vuelta garráu a la muyer. El sabor saláu del sudu nervioso llegó-y a los llabios. Alendó tranquilu. Acababa de fuxir, neto que ficiera en 1943, d’aquel tren de madera que tenía la muerte como únicu destín.

Pelayo Martínez Obay

DE MADERA

Acababa de cumplir sesenta años la primera vez que subió en ese transporte al que llamaban metro. En su tierra de origen aquello no existía. Vicente no estaba acostumbrado a esas modernidades más propias de las grandes capitales europeas que de una aldea asturiana. Sonrió, pensando que, por muchas comodidades que las ciudades le pudieran ofrecer, él no dejaría nunca su vida en el pueblo.

Cogido de la mano de su mujer, empezó a fijar los ojos en las personas que los acompañaban en el vagón. Un niño, que no cuenta con la suficiente altura como para tocar el botón, llora sin que nadie lo contemple. Una chica de unos quince años está de pie junto a la que parece ser su madre, que se encuentra apoyada en uno de aquellos asientos incómodos de madera. Ese señor ya viejo, que no mira al futuro con miedo, sino con calma, al que un triángulo rojo le ocupa parte de la camisa.

Vicente, agobiado de tanto pensar en las posibles vidas de todos aquellos rostros que tan familiares le resultaban, giró la cabeza buscando que sus ojos se encontraran con los de su mujer. Se quedó sorprendido al ver que ella no estaba allí, al observar que la mujer que lo cogía de la mano era su madre. Quiso llamarla, pero el gesto serio que mostraba, junto a aquella ropa que compartía con el resto de las personas que llenaban el vagón y con él mismo, no se lo permitió. Sintió cómo su corazón empezaba a moverse más rápido, cómo los recuerdos comenzaban a inundar su mente, cómo las lágrimas recorrían sus mejillas.

Despertó de aquella especie de sueño, otra vez cogido de su mujer. El sabor salado del sudor nervioso llegó a sus labios. Respiró tranquilo. Acababa de huir, al igual que hiciera en 1943, de aquel tren de madera que tenía la muerte como único destino.

Pelayo Martínez Obay

TERCER PREMIO

INSPECCIÓN SELECTIVA DE CUARTOS

¡Qué pereza! Hoy toca la peor inspección para el personal de estaciones de Metro. ¡Menos mal que es semestral!

Recorrer toda la estación revisando cuartos, cerraduras, llaves, etc… ¡Un rollo! ¡Y en Henares hay sesenta cuartos!

La mayoría son disponibles, están vacíos por si hicieran falta en el futuro.

Recorro toda la estación, ya solo me queda un cuarto disponible, el más lejano de todos, al final de un pasillo sin salida.

Cuando voy a abrir oigo ruidos. ¡Qué miedo! Como sean ratones desaparezco.

Armada de valor golpeo la puerta de chapa, para que se escondan “los inquilinos”, si hay, y abro con la llave.

Doy la luz. ¡CUATRO PARES DE OJOS ME MIRAN CON PAVOR!

Retrocedo impactada. ¡Como me late el corazón!

Me tranquilizo un poco y con el walkie como arma arrojadiza, por si me hace falta, vuelvo a entrar en el cuarto.

Una familia entera me contempla con estupor: el padre, la madre, una niña de unos tres años y un bebe.

En el cuarto disponible hay colchones, una mesa de camping, sillas plegables y hasta una cuna de viaje.

Aprovechando que el cuarto tiene enchufes, hay una pequeña nevera y un microondas en el que se vislumbra un biberón.

La definición de disponible según la Real Academia Española es: “dicho de una cosa que está lista para usarse o utilizarse” y ellos se lo han tomado al pie de la letra.

Cuando consigo articular palabra les pregunto qué hacen allí y me cuentan su situación: ERTE por el Covid, necesidad, desahucio de su vivienda alquilada y el conocimiento, por estas casualidades de la vida, de que había unos cuartos vacíos en el Metro.

Les tranquilizo: “por mi parte nadie va a saber que ustedes están aquí”. Lo que no les digo es que con mi actitud me estoy jugando un problema laboral serio.

Y en el impreso de la inspección selectiva, en las casillas donde tengo que rellenar los datos del cuarto disponible número 8 pongo: “cerradura bien, limpio y vacío.”

Luego pienso: “tengo que llevarles comida caliente, libros y juguetes”.

Mª Isabel Molina Sanz

CUARTO PREMIO

DESCONOCIDOS

La mujer sube al metro un par de paradas después que él. Como cada mañana se dirige a la oficina en la que trabaja desde hace diez años de siete a tres. Él también va a trabajar, pero hoy se ha levantado más temprano que de costumbre y ha cogido el metro de «y dieciséis». Por eso todos los rostros que hay a su alrededor le resultan nuevos y se entretiene observándolos. La mujer enseguida repara en él, agradecida por encontrar una cara nueva entre las mismas de siempre. Al sentarse junto al hombre, le roza de forma intencionada la rodilla y, tras pedirle unas tímidas disculpas, inician una conversación trivial. Unas paradas más tarde la charla da un giro y se vuelve más personal, más cálida. Hasta se atreven con un leve flirteo.

En cada estación baja y sube gente a raudales, pero la atención de la pareja ya está muy lejos de lo que ocurre a su alrededor. Ahora solo se miran y se escuchan entre ellos, todo lo demás es un molesto ruido de fondo.

Conforme el metro avanza ellos se hacen promesas, se besan, planean juntos sus próximas vacaciones y se enfadan por alguna que otra nimiedad. Con toda esa adrenalina a flor de piel ninguno de los dos se da cuenta de que se han pasado sus respectivas paradas. Le quitan importancia al descuido y enseguida organizan la boda, a la que acuden como invitados todos los pasajeros de su vagón y de los colindantes. Inevitablemente el trayecto termina y el hombre y la mujer bajan del metro. Ella se acaricia su incipiente barriga, él le confiesa que es muy feliz. Ya en el andén nace el bebé, eligen su nombre y discuten sobre la educación que le darán.

Según se acercan a la salida del metro, la pareja se va distanciando, apenas se hablan y ni siquiera se miran ya. Una vez en la calle el hombre le entrega los papeles del divorcio firmados mientras ella le recuerda que este fin de semana el niño le toca a él.

Rakel Ugarriza Lacalle

QUINTO PREMIO

SIN ALIENTO

Paso la tarjeta y accedo. Evito las escaleras mecánicas, las miro con resentimiento. El techo de la estación me señala, soy incapaz de ver el blanco que lo recubre porque el odio me lo tiñe. Llega el metro con el sonido, casi doloroso, de las zapatas frenando. Aguanto la respiración y escondo la boca detrás de, la chaqueta, aun así su olor me impregna. Entro al vagón veloz. Me siento. Miro las paredes. Recuerdo su olor. Respiro sin querer hacerlo. Bajo la mirada al suelo y me empiezan a sudar las manos. Porto entre ellas un sobre del hospital.

Después de 44 años trabajando en el metro hoy me han diagnosticado asbestosis.

Anxo

Ángel Fueyo Estévez

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