Image VI Certamen de RELATO BREVE

“Un metro de 350 palabras”

Organizado por SOLIDARIDAD OBRERA

PREMIADOS 2008

 

 

 

MEJOR RELATO:

EXAMEN DE CONCIENCIA

Mª Sol Gómez Arteaga

El que presenciare la perpetración de cualquier delito público está obligado a denunciarlo” me repetía una y otra vez apoyado en la barra del metro sin poder concentrarme porque las dos mujeres que tenía al lado hablaban como cotorras. Estaba seguro que ese artículo que acababa de subrayar con mi lápiz de colores me caería dentro de un cuarto de hora en el examen. Una de las dos mujeres, la del cabello más rubio, le preguntó a la otra por su hijo: “A Dios gracias, colocadísimo. Acaba de aprobar una oposición de teleco” “Si es que tu hijo — añadió la otra— ya de pequeño prometía”. Me fijé en una mendiga sentada con su bebé envuelto en harapos. El niño, con los ojos cerrados, parecía muerto y la mujer muy cansada. “Su padre y yo nos sacrificamos para mandarle a buenos colegios…Y es que en la educación, Encarnita, está el todo”. Al oír por la megafonía la llegada a la estación de Atocha, la mendiga se levantó y colocándose detrás de la madre de la eminencia metió, con un movimiento diestrísimo, la mano en su bolso de marca y extrajo el monedero que guardó entre la ropa del niño. Al instante se dio cuenta que yo la había visto y me miró asustada. “Aquí huele mal ¿No?” dijo una de las dos mujeres. Y si, la mendiga con su hijo en brazos que acababa de despertar y miraba, con los ojos muy abiertos, mi lápiz de colores, desprendían olor a pobreza. A falta de oportunidades. A miedo a ser descubiertos. Alargué la mano y sonriendo le di mi lápiz. Cuando las puertas del vagón se abrieron la mendiga me hizo una leve inclinación de cabeza antes de salir. También salieron las dos cotorras. Tenía unos minutos para seguir repasando ese insidioso artículo que sin duda caería en el examen, pero cerré de golpe mis apuntes y con la conciencia super tranquila me puse a mirar el techo.

Fiona

FINALISTA:

TAQUILLERA

Nuria C.Botey

Para ser sinceros, Asun sólo se agobia de verdad el primer día del mes, cuando las colas para comprar el abono transporte llegan hasta la misma calle, y la gente resopla con la vista puesta en el reloj mientras espera su turno. En cambio, los días restantes suelen transcurrir a un ritmo tan plácido que llegarían a resultar insoportables si no se le hubiese ocurrido inventar aquel inocente jueguecito.

− Uno de diez – pide el viajero, y el tono demasiado alto de su voz confirma que los auriculares incrustados en sus oídos trabajan a marchas forzadas.

Las pupilas de Asun resplandecen de emoción. Se ajusta la camisa del uniforme con un tirón certero, mira candorosamente al usuario, y mueve los labios como un muñeco de ventrílocuo, dibujando en el aire una frase sin sonido que luego remata con su sonrisa más servicial. El hombre parpadea un par de veces y frunce el entrecejo.

− ¿Qué dice? – pregunta, esforzándose por entender la respuesta más allá de la música que invade sus tímpanos

Con precisión de engranaje suizo, Asun repite su pantomima silenciosa de busto parlante, felicitándose por dentro en cuanto el pasajero baja un poco el volumen de su reproductor tras un último parpadeo extrañado, y repite su petición.

− Señorita, ¿me da uno de diez, por favor?

− ¿Cucurucho, o tarrina? – murmura Asun.

Finalmente, los auriculares se baten en retirada de los oídos.

− ¿Pero qué dice?

− Seis con cuarenta, por favor – informa entonces ella, deslizando el billete en la cubeta metálica con absoluta profesionalidad.

Aturdido, el hombre deposita la cantidad estipulada, recoge el metrobus sonrosado, y se dirige a los tornos, preguntándose mentalmente qué demonios le ha estado diciendo la taquillera hasta ese momento. Y Asun sonríe una vez más para sus adentros, imaginando la cara que pondrá cuando descubra que en el reverso de la cinta magnética de su ticket alguien ha escrito la frase hay vida más allá del mp3.

FINALISTA:

PÁJARO DE ORO

Iván González García

Si el destino no fuera ese cachondo mental que juega a torturarnos, yo no habría vuelto a encontrármela, y menos fuera de servicio, y en la parada de metro de Diego de León.

Al principio no quiso conocerme. Acababa de salir del talego, y no le gustaba mi placa. Sus medias de malla, su cuello de haiku, sus gestos contritos negando las imputaciones que se le hacían, quebraron mi matrimonio. Me dejó ascender por su cuerpo, pero no impidió que descendiese en el Cuerpo.

Encontraron dos fardos de cocaína bajo mi colchón. Nunca reconoció ante el juez que se le había olvidado recogerlos. Me cambiaron de comisaría. Desde alguna estación la llamé. Es demencial cómo las llenan de cabinas para perpetuar el dolor de los amantes. Volví a patrullar las calles, a refugiarme en el jazz del Clamores y en el dry martini, y como el salmón que remonta la corriente, tuve una cría con esa comisaria que se había acostumbrado demasiado a mí, y que me acompañaba del brazo en aquel vagón la tarde que volví a verla.

No sé qué hacía plantada al borde del andén, con el rímel corrido; ni por qué me dejó por aquel maromo yugoslavo con un dogo gigantesco; ni por qué arruinó mi carrera como policía cuando no hice otra cosa, siempre, que protegerla. Pude bajarme del vagón y enviarla a los infiernos. Pero no lo hice; por sentido del deber, porque voy derecho al desguace, o porque seguía teniendo cara de balada de Chet Baker. Al volver a verla me vino, como un vómito, el recuerdo de aquel yonqui amigo suyo que siempre nos regalaba un poema en el túnel de Núñez de Balboa, y cómo respiraba cuando dormía.

Aquella delincuente, cuyos delitos jamás me importaron un carajo, al marcharse, había dejado a mi alrededor un aire vacío. Siempre me pareció un pájaro hermoso; la única que después de un señor infarto podría devolverme aquel corazón que tenía en la Academia, cuando aún no sabía que el amor, como los asesinos a sueldo, casi nunca dan otra oportunidad.

SEMIFINALISTA:

ESTE TREN NO ADMITE VIAJEROS

Francisco Javier Martín Ortiz

Una…

Son las ocho y media y el vestíbulo es atravesado por una multitud que, atropelladamente, se desparrama hacia la salida. Es lunes y no hay ni un solo rostro que refleje otro día de la semana… aún quedan muchos trenes por vaciar su cargamento de estudiantes y trabajadores con dirección a un futuro, esperan, diferente al presente que, inapelable, cada jornada les conduce a la gris, uniforme rutina que llena sus horas… que llena nuestras horas… Ninguno sonríe al pasar junto a la pecera en la que, vestido de granate, azul y blanco, observo su cotidiano desfile… ninguno saluda… sólo él… Pero hoy aún no ha llegado… se retrasa.

Cada día, de lunes a viernes, se descuelga unos metros de la riada humana que le lleva al exterior y, con sus enormes ojos negros muy abiertos, sonríe y exclama un sonoro “buenos días” con un suave acento que evoca lugares lejanos… El destinatario de su saludo es ese pez raro que cada mañana espera ansioso, como alimento vital, esa sonrisa infantil enmarcada en una cara más oscura que la mía… y más brillante, por su inocencia y alegría, que ninguna otra en todo el vestíbulo. Se está haciendo demasiado tarde… una sombra de preocupación comienza a instalarse en mis pensamientos…

…doscientas trece…

Parece algo mayor que mi hijo… no dejo de imaginar decenas de historias relacionadas con él y con su familia… y caigo en todos los tópicos. Así que hoy he decidido preguntarle cómo se llama… y hablarle de mi hijo… él me hablará de su padre… y entonces ya no seremos dos desconocidos que, día a día, se saludan a través de un cristal, como un reo recibiendo una visita…

Se retrasa… Es ahora cuando, estremecido, recuerdo las palabras del líder de la oposición y del Ministro de Trabajo acerca del paro y de los inmigrantes… Estoy seguro de que él no se ha ido, no puede haberse ido… Es ahora cuando, desde el cercano andén, una voz fría, metálica, sin matices, me sitúa bruscamente frente a la realidad: “Este tren no admite viajeros…”

…y trescientas cincuenta…

Metro de Madrid

Invierno de 2008

SEMIFINALISTA:

SUMANDO DESTINOS

Garrido Rubio (seudónimo)

Corría saltando a cada paso, y golpeando con la libreta en el muslo, buscando aquel ¡TAC-TAC! tan peculiar que, por aquellos días, resumía mis mayores ilusiones. Iba a comprar a “Casa El Ferreiro” con la libreta donde el viejo Manuel apuntaba lo que mi padre me había mandado traer: Un kilo de azúcar, un sifón y dos barras de pan “¡bien cocidas, eh!; que no te las dé blancas”. Anotaba el viejo Manuel, la fecha, el producto y el precio con aquella caligrafía gótica, tan trabajada por nuestros padres y abuelos. Lo mejor era cuando se acababa una hoja y tenía que sacar la suma para pasarla a la página siguiente. Ver sumar a “Manuel el ferreiro” era todo un espectáculo. Yo tenía diez años y acababa de empezar el bachillerato. Sumaba bien, pero no había comparación posible. Manuel sumaba pasando el lápiz de arriba abajo por cada fila de decimales, unidades y decenas, siseando cifras y apuntando el resultado con seguridad y precisión (ocho catorce veintitrés, nnn … setenta; setenta y ocho, ¡llevamos 7!). Nunca nadie le vio equivocarse.

El mes pasado había estado por primera vez en Madrid con mamá. Por eso recordaba cada día el Retiro, el Parque de Atracciones, el Scalextric de Félix y el metro, sobre todo el metro. La estación de Lista, el trasbordo de Goya, el de Diego de León o la moderna línea 5 en la que me llevó mi hermano hasta Carabanchel. Y aquel ruido bajo el vagón: ¡TAC-TAC!, muy fuerte, y al ratito Tac-Tac, más suave y después otro tac-tac más lejano y otro más tenue y vuelta a empezar con la misma cadencia.

Aquel ruido puede decirse que marcó mi vida. Una vida que cambia muy de prisa. Ahora ya nadie compra “a cuenta”, los niños no hacen recados, nadie suma a mano, en metro ya no circulan aquellos trenes que tanto me impresionaron de niño, y hace más de veinte años que soy conductor de metro.

Garrido Rubio (seudónimo)

ACCÉSIT:

LADRÓN DE LECTURAS

Elena Diego-Madrazo Zarzosa

¡Corre, el coche ha girado ya la esquina¡ ¡Entra en ese portal, corre¡

¡Para! Detrás de la puerta ¡Para! Ponte detrás de la puerta y no respires fuerte. Se han bajado ya. Son tres, no respires.

“Próxima estación: Atocha”, irrumpió la megafonía.

Paf, escuché. Mi compañera de viaje, aquella mañana en el metro, cerró su libro y se apeó en la estación anunciada. Yo permanecí en mi asiento imaginando como continuaría la historia que hasta ese momento me entretenía.

Acostumbraba a practicar ese juego cada vez que viajaba en el suburbano y la ausencia de aglomeraciones me lo permitía.

Conseguir buenas lecturas resultaba cada día más difícil. La competencia era feroz, periódicos gratuitos, “códigos”, “niños con pijamas” y diarios deportivos formaban la biblioteca de los vagones del metropolitano.

Pero a pesar de las trabas yo seguía robando lecturas.

A veces tenía la suerte que tras un “compañero lector” que abandonaba el asiento contiguo al mío, otro venía a ocuparlo, y yo tenía la posibilidad de encadenar dos historias. Ese momento producía en mí un estado de satisfacción extática que debía reflejarse en mi rostro, por lo que delataban las miradas asombradas de los viajeros sentados enfrente de mí.

Fueron muchos los retazos de historias robados, disfrutados. Quién sabe si la condensación de todos ellos hubieran resultado un relato digno de presentar a algún certamen literario.

 

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