Por José Luis Carretero Miramar Secretario General de Solidaridad Obrera

En una sentencia del miércoles 15 de julio, el Tribunal General de la Unión Europea acaba de dictaminar que la decisión de la Comisión Europea de obligar a Apple a devolver 13.000 millones de euros a Irlanda, en concepto de impuestos no pagados, no es conforme con el derecho comunitario.

La sentencia del Tribunal va a obligar a las instituciones europeas a pagar 14.200 millones de euros a la multinacional norteamericana (los 13.000 que tuvo que adelantar Apple, más 2.000 de intereses). La decisión judicial aún puede ser recurrida ante el Tribunal de Justicia de la Unión, en un plazo de dos meses, y se fundamenta en que, según el Tribunal General, la Comisión no ha probado en el procedimiento que los pactos fiscales suscritos entre la República de Irlanda y Apple otorgaban a la empresa de Tim Cook una ventaja competitiva en los mercados comunitarios que constituyera, por tanto, una ayuda estatal prohibida por la legislación europea.

Lo cierto es que sí ha quedado probado que Apple llegó a dos acuerdos con Dublín en 1991 y 2007, que le permitieron implementar a una sustancial rebaja en los impuestos pagados por las dos filiales de la tecnológica norteamericana radicadas en Irlanda, con las que opera en el conjunto de la Unión Europea, Apple Sales International (ASI) y Apple Operations Europe (AOE). La empresa sólo tributó el 1% en 2003, y fue pagando cada vez menos hasta llegar a abonar solamente el 0,005% en 2004.

La propia vicepresidenta de la Comisión Europea, Margrethe Vestager puso como ejemplo de las ambiguas prácticas fiscales amparadas por los acuerdos con Irlanda, que las filiales de Apple en la isla sólo declararon una base imponible en el año 2011 de 50 millones de euros cuando sus beneficios habían alcanzado los 16.000 millones. No es la primera derrota de la Comisión en su recién inaugurada estrategia de intentar limitar la flexibilidad fiscal de determinados estados europeos, como Irlanda, los Países Bajos, Luxemburgo, Malta o Chipre, que, en la práctica, están dinamitando las posibilidades de cobrar lo suficiente vía impuestos de la mayoría de los países de la Unión.

Irlanda, por ejemplo, con un tipo del impuesto de Sociedades del 12,5%, y con una creciente tendencia a llegar acuerdos fiscales específicos aún más favorables para las grandes multinacionales norteamericanas, está implementando conscientemente una auténtica dinámica de dumping fiscal, para favorecer que las grandes compañías extracomunitarias se radiquen en su territorio. Esto genera un brutal incentivo para la bajada generalizada de los impuestos sobre los beneficios de las grandes compañías en toda la Unión Europea y dificulta a las instituciones comunitarias obtener los recursos necesarios para hacer frente al gasto imprescindible para encarar la pandemia de Covid-19.

La sentencia del Tribunal General de la UE llega en plena crisis de la economía europea, que amenaza con sufrir un brutal desplome este año por la pandemia, y justo antes del final del verano, tras el que se espera que muchos países empiecen a desmantelar las precarias redes públicas de seguridad construidas para proteger temporalmente a los millones de trabajadores que han visto suspendido su empleo, o que se ven al borde del despido.

Bajo el mandato de Vestager, la Comisión ha conseguido alguna victoria en sus esfuerzos judiciales para desmantelar estos pactos tributarios que amenazan con imposibilitar una Unión Fiscal coherente en Europa. La automovilística Fiat, radicada en Luxemburgo, tuvo que devolver 50 millones de euros. Pero Vestager también ha sufrido sonadas derrotas: la justicia europea rechazó que la norteamericana Starbucks, radicada en Holanda (genuino representante autoelegido de los países “frugales”, partidarios de mayor austeridad en los países del Sur de Europa, y reiterado ejecutor de medidas de dumping normativo frente al conjunto de la Unión) reembolsara 20 millones al fisco. Asimismo, los tribunales también dejaron sin efecto otra resolución de Bruselas que afectaba a 39 empresas belgas.

Mientras el Consejo Europeo se reúne para determinar la cuantía y las condiciones asociadas al fondo de reconstrucción acordado para hacer frente a la brutal devastación económica generada por los confinamientos, la propia existencia de una Unión Europea viable y articulada económicamente se juega en las salas de vista de los tribunales comunitarios. Mientras los países del Norte tratan de atar fuertes condicionalidades a toda ayuda comunitaria a los países del Sur, limitando las transferencias sin contraprestación, fomentando las ayudas en forma de créditos y forzando a que la condicionalidad sea vigilada por la totalidad de los gobiernos y no por los tecnócratas de la Comisión; esos mismos gobiernos “frugales” compiten abiertamente con los del Sur por convertirse en el domicilio fiscal de las grandes transnacionales, aún a costa de provocar el desplome de los ingresos necesarios para los presupuestos públicos de los Estados ambiguamente “unidos” en la alianza comunitaria.

En definitiva, una Unión en la que hay “frugales” paraísos fiscales y “PIGS” desindustrializados y sometidos a una política monetaria diseñada para favorecer la dinámica exportadora alemana, difícilmente puede ser tal. La Unión Europea se juega su existencia en su respuesta colectiva ante la crisis desatada por la pandemia de Covid-19. Eso lo repite todo el mundo. Pero hay que tener en cuenta que dicha respuesta no sólo se hace expresa en los acuerdos relativos a los fondos de reconstrucción que se están negociando, sino que también tiene que ver con las políticas implementadas para construir una Unión Fiscal coherente, un seguro de desempleo comunitario o una armonización de la actividad industrial y tecnológica en todo el amplio territorio comunitario.

Ahora mismo, Europa es incapaz de cobrar impuestos a los grandes conglomerados tecnológicos globales (la famosa “Tasa Google”), por la presión norteamericana. Además, sus países miembros amenazan con lanzarse a una desigual carrera por desarmar sus sistemas fiscales para captar la domiciliación de las multinacionales. No tiene una política industrial coherente que permita generar “campeones” comunitarios en las nuevas tecnologías y articular los territorios diseminando la actividad económica de manera sostenible y armonizada, tanto en el Norte como en el Sur. Tampoco parece capaz de idear mecanismos de salvamento de las empresas estratégicas que no generen nuevas desigualdades internas, ya que la nueva normativa de “nacionalización” de empresas en crisis no limita lo que cada Estado puede dedicar a sus “campeones nacionales”, favoreciendo a los conglomerados de los grandes estados del Norte, que, en un mercado común, recibirán mayores ayudas públicas.

Ante esta brutal contradicción entre necesidades financieras crecientes y recursos, menguantes, la Comisión Europea trata de reaccionar. El jueves 16 de julio presenta un paquete de 25 medidas para la lucha contra la evasión fiscal, que cuantifica en 150.000 millones de euros. En ese texto, amaga un golpe que podría tener algún efecto: dice “estudiar” la posibilidad de activar el artículo 116 del Tratado de la Unión que permitiría aprobar una regulación fiscal mínima y única para todos los Estados miembros, para hacer frente a estructuras societarias que puedan afectar a la competencia en el mercado europeo. Lo importante de la vía del artículo 116 es que dicha regulación podría aprobarse sin necesidad de la unanimidad de los países miembros, así que Irlanda u Holanda, por ejemplo, no podrían, en principio, vetarla.

Europa se la juega en la próxima década. O se transforma en un Estado-Continente viable y articulado y resuelve sus contradicciones geográficas y sociales para hacer frente a las grandes potencias del siglo XXI (China, Estados Unidos, Rusia, India…); o se hundirá en el sumidero de la Historia en una descomposición creciente. La fragmentación de Europa es una posibilidad que las grandes potencias de otros continentes buscan. Pero Europa sólo puede evitarla ella misma, construyendo un espacio federal e integrado, armonizando las economías y las condiciones de vida en todos sus rincones y países, edificando una Europa del trabajo, las libertades y los derechos.

Obviamente, esa Europa del trabajo es lo contrario de la Europa débil, desarticulada e ingenuamente abierta a todos los capitales especulativos mundiales. Europa nunca podrá llegar a ser si su construcción se fía a los manuales del neoliberalismo o a las componendas socioliberales, disfrazadas de keynesianismo vergonzante. Los Tratados que constituyeron la Europa de los mercaderes, al hacerla sólo campo de juego de los flujos financieros globales y no sociedad y economía articulada, condenan a Europa a no llegar a ser.

Europa tiene que inventar un nuevo camino, o implosionar hacia la nada.

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