Metro Maravillas (de María Jesús Pérez Gómez)

Hay quien dice que viajar en metro es claustrofóbico, es bajar al infierno de la ciudad…

Jamás lo he vivido así, la primera vez que conocí a alguien que sentía esa sensación tuve ganas, como el conejo de Alicia, de salir corriendo, con prisa y que me siguiera a la madriguera, que viviera su aventura.

En el metro no hay carteles que te indiquen que bebas de esa botella o comas de este pastel, no hace falta, estás en el país de las maravillas. El sombrerero te espera, te vende un billete, un pase al otro lado del espejo. El tiempo transcurre en varias estaciones, hay líneas diferentes colores, números, pasas por cuatro caminos, alamedas, pinares, tres olivos, abres la puerta del sur, la puerta del ángel, cruzas río rosas, el mar de cristal, juegas al Croquet en una plaza elíptica, encuentras una casa de campo, una casa del reloj, un lago, entras en la granja, tal vez llegues a las antipáticas antípodas, da igual, si no te bajas en Cuzco o Buenos Aires atravesando las Islas Filipinas o te das el capricho y das una vuelta por Bilbao… Tras adentrarte en el túnel encuentras a la liebre de marzo tocando la guitarra con Paco de Lucía. La oruga azul se acerca, comenta que su trayectoria termina en Sol y te regala un poema de Miguel Hernández. El conejo blanco murmura que llega tarde, va a sacar su reloj de bolsillo… se lo han robado, en el aire flotando la cabeza del gato de Cheshire mirándote sonriendo. La reina de corazones señala al gato y grita, ¡que le corten la cabeza! A través del cristal lees: Lavapiés. El sombrerero guiña un ojo al gato, te da la mano, saltáis los tres del vagón justo antes del cierre de puertas.

Una variada clase trabajadora, media, raramente alta, se da cita a diario en el vagón del metro, por unos segundos se sientan a tomar el té, puntualmente, en la misma mesa. Empieza el trayecto, sólo hay que atravesar el túnel. Próxima estación: Esperanza.

Sin título (de Rubén de la Prida Lozano)

Las puertas automáticas se abrieron y pisé el frío suelo del andén. Pequeños ríos de gente que caminaba con prisa entorpecían nuestro camino. Busqué un hueco donde incorporarnos a la corriente de viajeros. El silbato del tren sonó fuerte a mi espalda anunciando la partida del convoy. Con un movimiento ligero pero seguro nos pusimos en marcha, debía calcular la velocidad adecuada para no tropezar.

La salida del andén se producía por un estrecho pasillo que rápidamente giraba a la izquierda. Encaramos este nuevo corredor no tan angosto, aunque tenue debido a la falta de luminarias. A medida que avanzábamos la gente nos adelantaba rauda por derecha e izquierda, solo algunos ancianos nos seguían el paso. Divisé una bifurcación al frente y un sonido fuerte y constante me alertó de las chirriantes y peligrosas escaleras mecánicas. Al llegar al punto exacto conseguí colocar a José en la dirección adecuada con un pequeño embiste. Él necesitaba ahora mi ayuda y no le iba a defraudar.

El pánico que antaño me causaban estas escaleras había quedado reducido, después de mucho trabajo, a un enorme respeto. Cuanto más nos acercábamos a la pisadera más concentrado estaba.

Acometí el primer escalón y José conmigo. Me afiancé en dos escalones diferentes para no perder el equilibrio y que mi compañero tuviera un apoyo de hierro. “Apoyo de hierro”. Me gustaba. Eso era yo.

Acercándonos al último tramo pude oler el viento fresco del exterior, la humedad del pavimento y las hojas corrompidas en los alcorques de los árboles.

De un salto imperceptible para los demás y triunfal para mi mismo salí de las escaleras. Respiré repetidamente para soltar toda la tensión acumulada. José empujó un paso enclavado y salimos subiendo la escalera de piedra rumbo a la calle. Estaba húmeda.

“Las aceras están mojadas” pensé.

La lluvia era el nuevo obstáculo que atraía ahora mi atención.

Una vez fuera del suburbano, José se puso en cuclillas, me ajustó la correa más por costumbre que por necesidad y me rascó el peludo cuello con las dos manos, gesto que agradecí.

“Muy bien hecho, Randy” espetó.

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