PRIMER CLASIFICADO

EL LEÓN VEGETARIANO

“Y aquí, ¿Qué regalan?”. “Absolutamente nada, su majestad”, respondió el consejero. “Entonces, ¿A qué se debe está aglomeración?” “Es un andén, el lugar donde los pasajeros aguardan el metro”. En ese instante, el oscuro túnel se iluminó con dos ojos de gato.

El rey republicano empujó y fue empujado. Y sin saber cómo, se encontró viajando. Alto como era, dentro del vagón iba encogido para no golpear su regia cabeza. Eran horas muy tempranas. Nadie reparaba en él, la gente estaba curada de espanto. Quien más quien menos, todo el mundo había compartido viaje alguna vez con el fascista simpático, la pija revolucionaria, el sindicalista esquirol, el racista respetable y otros especímenes de ralea semejante.

 “Señoras y señores, compatriotas todos. Son ustedes auténticos héroes: pagan por ir a trabajar. ¡Habrase visto tamaño absurdo! Empero, lo hacen en estas condiciones: abrazados de a cuatro, bailando juntos en el vaivén del traqueteo sin importar ser completos desconocidos, los unos y los otros, ni la clase, ni el olor de sus acompañantes. ¡Menuda lección! ¡Ah, la fraternidad, que cosa maravillosa! ¿Qué me digo? Más todavía: ¡La unidad! ¡Son un ejemplo para la nación entera! Denme su voto y como rey juro servirles en la cosa pública”.

“Pero, ¿Qué rajas, colgado? ¿Qué cosa pública? Aquí lo que hace falta son más trabajadores y más frecuencia, ¿estamos o no estamos, caraseta?”, le soltó una moza que por el uniforme que lucía trabajaba arreglando ascensores. El rey republicano se aclaró la garganta. ¿De qué frecuencia le hablaba? “Mire joven, si es necesario, movilizaré a toda la corte hasta dar con la tan estimable frecuencia. No descansaré hasta lograr sintonizarla…”. Las carcajadas del respetable público desconcertaron al monarca. Por primera vez, el agobio de la muchedumbre se le hizo palpable. Y una idea exótica se apoderó de él. Se sintió uno entre tantos.

Una señora, que porfiaba por mantener cerca a su hijo pequeño entre el maremágnum de piernas, se apiadó del bochorno real y le aconsejó: “Cállate y búscate un trabajo de verdad, jodio”.

Jordi Navarro i García

SEGUNDO CLASIFICADO

LAS VÍAS DEL SILENCIO

En la entrada de la estación, delante de un cartel que gritaba “¡Defended Madrid!”, una anciana y su nieta se resguardaban de los bombardeos. La joven Verónica Zamarrón pasó por su lado sin detenerse. Era su segundo día, llegaba tarde y casi tuvo que bajar las escaleras de dos en dos. Hacía varias semanas había sido relevada de su cargo de revisora  y enviada a trabajar a la estación de Lista, que cerrada al público, había sido convertida provisionalmente en polvorín.

Algunos espacios dentro del túnel se usaban ahora de almacén para guardar granadas, explosivos y barriles de pólvora. Las mujeres, incluida Verónica, se encargaban de poner a punto los proyectiles mientras los hombres, en minoría, cargaban y  descargaban mercancías.

Verónica vestía un viejo mono de trabajo en el que se distinguían las iniciales de la Compañía Metropolitana. Aún recordaba la primera vez que viajó de niña en el moderno medio de locomoción con su madre, una antigua empleada del servicio de Metro despedida tras dejar su estado de soltera. Los túneles, alumbrados con lucecitas, se convertían entonces en una auténtica atracción de feria larga, oscura y estrecha. El ruido del motor resonaba en las bóvedas y las catenarias escupían chispazos que despertaban a los pasajeros de su silencio rutinario.

Aprovechó un descanso para tomar un trago de agua del botijo, y ojeó de refilón la portada del Disco Rojo de esa mañana, que mostraba imágenes de hacía diez días donde se veía gente en la Puerta del Sol dando la bienvenida a 1938.

La luz de una cerilla se hizo un hueco entre la oscuridad. Uno de los hombres que trabajaba en la galería fumaba al tiempo que veía pasar un tren repleto de pasajeros. 

Minutos después las sirenas retumbaron por toda la ciudad. Pero, para sorpresa de todos, esta vez la tormenta no había caído del cielo. El olor a pólvora trepó desde el suelo, se hizo eco en las calles y abandonó la estación, ahora transformada en un nido de escombros y sombras.

De Verónica, como de muchos otros, no se ha vuelto a saber nada.

MARIO GARCÍA DE BLAS

TERCER CLASIFICADO

#MADRIDCENTRAL

Son las 2:40

Camina sola y apresurada por la calle Cedaceros.

Sola porque Emilio, su compañero en el restaurante de Echegaray. Hoy libra.

Apresurada porque no quiere perder el búho que le llevará a Hortaleza. Hoy, no.

Por Cedaceros porque hoy camina sin intención, Mecánicamente. Es zona de obras, otra más, y prefiere rodearla antes de que le rodeen a ella. Espíritu libre se cree.

Va encogida dentro de un anorak que baila. Ha perdido mucho peso desde lo de su padre. Como 4 tallas.

En la esquina de Alcalá un hormiguero de patines derrumbados guiñan parpadeantes luces que anticipan la navidad.

Navidad que ya cuelga miles de bombillas sobre las calles agujereadas aún sin coser.

Mientras se acerca a Blanquerna piensa: “antes las luces de los taxis libres acompañaban a los trabajadores nocturnos. Estos negros, de ahora, parecen cortejos funerarios”.

Disfruta cruzando el paseo del Prado con el semáforo en rojo pero se descubre bajando las escaleras, como dientes sin limpiar, de la boca (si es boca habrá lugar para dientes) de acceso al metro situada junto al Banco de alguna España.

Allí le dan la bienvenida los tartamudos fluorescentes que decoran cientos de pasillos y andenes.

Ese pasadizo que atraviesa irreverente los bajos de la diosa Cibeles nunca le han inquietado, pese a su canallesca reputación.

Está, como siempre, habitado por decenas de improvisadas tiendas de cartón campaña que preservan, si no del frio, si de miradas curiosas y no cómplices.

A escasos metros de la salida que desemboca en su parada escucha un ronco –“avianto, avianto”-que le estremece visiblemente y hace volar su recuerdo.

Ella entiende –“Amianto, amianto”-, que fueron las últimas palabras de su padre, Maquinista de Metro durante 42 años. Palabras que, aún hoy encienden su rabia y descubren su dolor.

Estalla en llanto y corre escaleras arriba mientras el autor de esas difusas palabras se agita nervioso en su sueño. Es francés y alcohólico. Esta noche se ha reencontrado con su amor en su sueño. Sonríe.

À bientôt, à bientôt…Adele!

Pero ella ya no está.

Ninguna de ellas.

CUARTO CLASIFICADO

EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO

Dejé mi trabajo esta mañana, después compré una mochila de cuero, una brújula, y una libreta en la que apuntar los destinos posibles. Armado de un nuevo ímpetu bajé al metro, y he dejado pasar decenas de trenes hasta que, por fin, cuando ya empezaba a perder la esperanza, ha parado frente a mí el mismo vagón en el que se me perdieron hace años, mientras dormía. He entrado a la carrera para recuperarlos y enseguida los he visto. Agazapados en un rincón me esperaban, débiles e imposibles, todos mis sueños.

Raúl Clavero Blázquez

QUINTO CLASIFICADO

QUEMAR LA ESTACIÓN

 Las nubes no paraban de moverse, me había quedado embelesada mirándolas y se me había olvidado entrar a la estación de metro. Entraba, salía y volvía a mirar las nubes deseando no pensar en nada pero estaba llorando y ya no podía más. Ese día tampoco asistí a las clases del instituto. 

Fui a casa, y al volver me dolía el brazo. Me pesaba demasiado la garrafa de gasolina. La hora punta había pasado. Solo quedaba una señora que se sorprendió cuando empecé a rociar la estación de gasolina.

-¿Qué estás haciendo, niña?- yo lo veía bastante evidente.

-Quemar la estación- supongo que la cara de la señora fue bastante graciosa porque estuvo sin hablar un rato. Me sentía mal pero lo necesitaba.

– ¡Porque estoy harta!- grité.  Era toda la verdad.

-Como comprenderás, no puedo dejar que vayas quemando todo aquello de lo que te hartas – ¡Seguridad!

-No, por favor-mi voz sonó demasiado débil y suplicante. La expresión de su  rostro me pedía explicaciones.

-Lo necesito, necesito no llorar cada vez que paso por aquí – noté cómo me brotaban las inútiles lágrimas – .Mis padres trabajaban y yo era la responsable, todo fue culpa mía, yo le maté…-  No debería contarle mis problemas a una extraña, las palabras salieron solas de mi boca.

Yo llevaba a mi hermano al colegio todas las mañanas. Le encantaba el metro, verlo pasar y cuando lo oíamos siempre nos acercábamos detrás de la línea de seguridad. Ese día estaba distraída. Él se quiso acercar más, no lo paré, perdió el equilibrio y se cayó a las vías. Me pidió ayuda a gritos y, antes de que pudiera lanzarme a por él, murió atropellado. Ahora, cada vez que paso por aquí lloro. Necesito parar de llorar porque yo le maté. Me voy a volver loca.

La señora me tranquilizó

-En vez de ponerte triste, ¿por qué no recuerdas los momentos bonitos?-. Era una opción.

 La yema de mi dedo sintió una cerilla y después algo de calor. Dos posibilidades, una elección…

Paula Martínez Ramírez

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