PRIMER PREMIO: Lidia Luna Rodríguez

SALIDA DE EMERGENCIA

Son las 6:15 de la mañana, un día más. Te paras en el andén. Despeinada y con ojeras, piensas. Nadie debería ir a trabajar a estas horas. Cierras los ojos. Sonríes por fuera para hacerlo también por dentro, como aprendiste en el curso de meditación. Imaginas que estás al borde de un muelle, Esperando un barco que te llevará al otro lado de cualquier océano.

Escuchas al piar de un pájaro; alzas la cabeza, lo ves atravesar la bóveda y te preguntas si sabrá salir de esta gran jaula. Leíste en algún sitio que la mayoría muere en el laberinto de túneles. ¿Tanto costaría habilitar salidas de emergencia para ellos?

Se acerca una luz redonda, cotidiana y con ella el sonido metálico, cada vez más intenso, de convoy. Esperas a que se detenga del todo, das un paso largo para “no introducir el pie entre coche y andén.” Al entrar te sobresalta tu propia imagen reflejada en el cristal de la puerta: despeinada y con ojeras, no hay forma, Te atusas el pelo… pero qué más da. En un barco estaría siempre alborotado.

Te sientas, cierra de nuevo los ojos. Escuchas la voz, ronca y profunda, de un hombre que canta mientras recorre el vagón, la gorra extendida en la mano. Entona la canción alegre de un marinero. Sonríes. El convoy se detiene en seco.

Tres, siete. Diez minutos. El hombre sigue cantando, tarareas la canción en tu cabeza. El resto de la gente comprueba la hora, suspira, se revuelve. Una voz anuncia por megafonía que el tren está averiado, da las instrucciones para abandonarlo y regresar a la estación más cercana “caminando siempre hacia la derecha”. Las puertas se abren, el penúltimo en bajar es el hombre que canta; Toma la dirección contraria al resto. Dudas unos instantes, después sigues sus pasos. Cantas. Enseguida sientes una corriente de aire fresco que golpea tu cara, una luz distinta al fondo del túnel. Os sobrepasa un pájaro, volando en la misma dirección.

SEGUNDO PREMIO: Sarah Babiker Moreno

EL MAGO

Nadie le mira, solo la niña. Le da al play del viejo discman que corona un altavoz atado a un carro. El metro arranca. La línea cinco es ruidosa, a su bafle le falta entusiasmo y él lleva vino en la voz. La música, que debería ser festiva, no alegra a nadie.

Y nadie le mira, solo la niña. Quienes conversan no bajan el tono. Quienes escriben whatsapp buscan meticulosamente el emoticono ideal. Quienes tienen la mente en cuentas que no salen, listas de tareas que no acaban, sueños que se alejan, esos tampoco reparan en su presencia. Le da igual. Si aún le importara no reuniría el valor suficiente para bajar al subsuelo, con su chistera, su kit de prestidigitador de bazar chino, y sus trucos de usar y tirar: ilusionismo pirata. Se pone una sonrisa como quien se pone una barba de fibra negra. Y empieza.

Nadie le mira, solo una niña. Un cuaderno blanco se torna ilustrado a golpe de varita. Sentada junto a su padre, la niña se arrima al borde del asiento. En el bolsillo del mago, tres pañuelos de colores se vuelven uno. Ella alarga el cuello cuan tortuga fascinada. Tiene otro truco preparado, quiere anunciarlo. Tose ruidoso. Nadie le escucha, solo la niña. El servicio de megafonía anuncia indolente la próxima parada. Claudica: se saca la chistera, la pasea –puro trámite- entre el impermeable público. La música se extingue, el show terminó. Vuelve hacia el carro, el sombrero vacío, ya se ha quitado la sonrisa. La guarda junto a sus cosas.

Nadie mira, solo la niña. Tiene los ojos tan abiertos que parece mirar por todos los que no miran. Entonces el hombre junta las manos, cierra los ojos, canturrea un conjuro milenario y gira las palmas hacia arriba. Una bandada de estrellas salvajes echa a volar por el techo del vagón. Refulgen fugaces y se esfuman justo antes de que el metro entre en la estación.

Nadie lo ha visto, solo la niña. Ríe bajito mientras el mago desaparece por el andén.

TERCER PREMIO: Guillermo Moral Saiz

SIN TÍTULO

Eran las nueve de la mañana. Estaba cansado. Iba al taller donde llevaba trabajando unos cuantos meses, a ver cuánto duraba esta vez el curro… Todavía quedaban muchas paradas, y es la línea 6 así que al menos 45 minutos le quedan para llegar a su destino. Ve un sitio libre y decide sentarse, allí se acomoda y se embauca en sus pensamientos. Echa una mirada, ¿qué estación es? Legazpi. Los viajes de metro se le hacen eternos. Observa, por la ventana del metro, unos ramos de flores en un rincón de la estación. Ah, recuerda justo hoy hacen 10 años del asesinato de Carlos Palomino, un antifascista de 16 años que recibió una puñalada a manos de un militar neonazi. Sigue dándole vueltas al tema y finalmente cae dormido. Sueña que está dormido, en un camión, un estruendo muy fuerte precedido de un silbido lo despierta. Alguien lo agarra del brazo y lo saca de allí. Se encuentra en Ucrania, de pronto se ha convertido en un brigadista internacional y se encuentra en la milicia luchando contra el gobierno fascista de Poroshenko. Les acaban de bombardear. Por suerte, su compañero consigue sacarle antes de que la metralla destroce el camión. Oye un teléfono. Lo busca durante al menos 40 segundos, deja de sonar e inmediatamente vuelve a sonar. Finalmente cae en que el sonido es de otro mundo, y se despierta sobresaltado. Coge la llamada. Es su jefe, llega tarde otra vez. Joder, mierda, pero que parada… Todavía en Legazpi, había pasado 1 hora y seguía en el mismo sitio. Recordó que la línea 6 es circular. Estaba despedido.

CUARTO PREMIO: Isaac Begoña Ortiz

DOS CIUDADES

Mi nombre es Ajla. Hace tiempo que llegué a Madrid.

Recuerdo bien como empezó todo. A finales de los ochenta se empezó a predicar en iglesias y en mezquitas un nacionalismo rancio. Discurso que también iba creciendo durante mítines en polideportivos de las grandes ciudades y en las humildes tarimas de pequeños pueblos. Ahí estaban gritando los curas, imanes, y políticos de todo pelaje, llamando a la revuelta contra el vecino, quien invariablemente tenía la culpa de todo.

Luego, cuando llegaron los Khalashnikovs y los miles de tarados merodeando por los bosques, fue demasiado tarde.

El primer año nada más llegar desde Sarajevo, pronúnciese la jota como la i griega que tiene la palabra inglesa yes, estuve viviendo en un piso de Usera con otras refugiadas bosnias. Repartíamos panfletos de restaurantes para extranjeros por la zona de Atocha. Si había suerte limpiábamos oficinas sin contrato para Admir, un hombre turco que tenía contactos. Recuerdo que los domingos cogía mi guitarra y me iba cantar en el pasillo de metro que hay entre las estaciones de Banco de España. Más que por ganar unos euros, para mí era una forma de terapia.

Esta es la letra de mi mejor canción, aunque como estaba cantada en bosnio no entendía nadie:

CRECE SALVAJE

Giraré el pomo de la puerta

Sin mirar atrás

Para ir otra vez a Sarajevo.

En esta ciudad,

donde el tiempo no pasa por los muros,

por las calles y los versos.

Y qué decir de esa luz sobre el Miljacka

con los tranvías de fondo,

Lugar donde tu risa ayer

volaba ebria hacia la tormenta.

Muchos años después sigo aquí. En primavera cambio el Retiro por el Metro. A veces pienso en Yugoslavia, un país que fue mi casa y ya no existe.

QUINTO PREMIO: Elena Diego-Madrazo Zarzosa

DESPERTARES

Alcanzar el vagón le supuso un esfuerzo considerable que alivió con un sonoro resoplido, ahora ya, sereno y apoyado en la puerta que acababa de traspasar.

Eligió de entre todos los asientos libres uno junto a una joven. Frente a mí.

Se acomodó. Se atusó el pelo lacio, grasiento, pasando sus manos repetidamente sobre él. Con unos sonoros lengüetazos, humedeció sus dedos índices y los deslizó sobre las cejas. Cerró los ojos y se masajeó la cara.

Yo le observaba a hurtadillas.

Ajeno a miradas y cuchicheos, se incorporó para encontrar su reflejo en el cristal del vagón. Traje raya diplomática, solapa ancha; pasado de moda, ajado y con la pátina propia de la ropa vieja. Un cetrino pañuelo, con iniciales bordadas, asomaba por el bolsillo superior. Se esmeró en esconder bajo la chaqueta el cuello de su camisa, otrora blanca y ahora biliosa por la falta de luz y aire tras años plegada en un cajón. Recorrió, pulcramente, la línea desdibujada del pantalón y comprobó, desde distintos ángulos, que los zapatos permanecieran brillantes. Acompañó el ritual con furtivas miradas y gestos zalameros, con los que intentaba atraer la atención de las mujeres del vagón y que producían en mí una conocida repugnancia.

Solo una estación más y ¡llegaría a mi destino! Quería perder de vista cuanto antes al viejo verde, al cobarde que envuelto en un halo de hipócrita cordialidad, se aprovecha de sus víctimas para conseguir un roce de su piel, o palpar, sabiendo aprovechar baches y frenazos, las zonas más magras y cálidas de la ultrajadas. Hombres despreciables que pululan por andenes y vagones del metro.

Llegué a mi estación y aliviada, descendí del vagón.

-¡Señorita, señorita! – Escuché. Me giré y tras de mi estaba él.

Inmóvil por la sorpresa, acepté le papel que me ofrecía: “Hospital La Paz. Habitación 314”.

-¿Es ésta la parada, señorita? ¿Voy bien? – Tembloroso, continuó: – Han trasladado a mi mujer a ese hospital. Ha salido de un coma después de 21 años… ¡Quiero llegar cuanto antes… quiero que ella me vea como la última vez!-

-¿Señorita, estoy elegante?

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