Por José Luis Carretero Miramar.

ESPAÑA Y CATALUÑA. SOBRE LA CONSTRUCCIÓN NACIONAL.

                Cataluña y España, España y Cataluña. Un conflicto Imperio-periferia, una matriz de algaradas, la consigna de un golpe de Estado, los ecos de una sempiterna tensión centrífuga en el Estado español. Todas esas versiones están ahí, dando vueltas y diseminándose en conflicto entre ellas en el hervidero de nuestra sociedad. El conflicto catalán, una de las formas de llamar al laberinto español, al conflicto que late tras el nombre de España, tras las contradicciones del proyecto dominante que ha dibujado el concepto que España tiene de sí misma, tras la ambigüedad irresoluble de una nación que no terminó de constituirse como casa común sino que se ha pensado siempre, desde lo más alto, como espacio de control, casa señorial, plantación solariega.

                El problema catalán es fundamentalmente el problema de España. De una España invertebrada, inconclusa. De una España que nunca hizo su revolución nacional y democrática contra el Antiguo Régimen y fio su entrada en el teatro de las naciones europeas a un apaño vulnerable (¡ahora veremos cuán vulnerable es!) con la simbología, los profesionales y los arquitrabes básicos de la estructura de un Estado fascista, pero al tiempo, tremendamente anacrónico, premoderno, ilusoriamente detenido en un marasmo de fantasmagorías históricas sin base real, centralizado entorno al ejercicio genocida de la fuerza, sin más proyecto nacional que garantizar el libre ejercicio del despojo por las élites, contra toda nación de los iguales.

                El problema catalán son los mitos fundantes de una España, la adulada por el poder y sus tribunos, que se niega a sí misma hasta la matanza, hasta la pérdida de identidad, hasta provocar su propia implosión y la diáspora (real o sentida como convicción íntima) de los españoles que han querido algo más que huesos falseados y porras eléctricas como paradigmas nacionales.

                Veamos esos mitos: la Reconquista, una ficción histórica tal como nos la han contado, un proceso complejo, ambivalente y secular, que hasta un literato un tanto reaccionario, pero con mundo, como Arturo Pérez Reverte es capaz de tratar con más profundidad que nuestros intelectuales patrioteros en su novela “Sidi”; el Imperio y el “Descubrimiento” de América (¡qué pena que ya hubiera gente allí!), un Imperio de las casas reales europeas y los grandes  banqueros del continente que empezó por conquistar Castilla en Villalar y llevó a España a un atraso secular, a una incapacidad absoluta para constituirse como nación, como patria de los iguales y los libres, y no como enseña universalista de la reacción y el oscurantismo; la Monarquía elegida por Dios, fiel a todo lo que no tenga que ver con avances sociales, científicos, democráticos, tejiendo durante siglos una gran telaraña que separa a España de Europa, del mundo, del progreso, oficiando de gran límite permanente de toda propuesta de constitución de España en una multiplicidad unida desde abajo por su propia complejidad voluntaria;  la Una, Grande y Libre nación del Movimiento Nacional que admitió la presencia de bases militares extranjeras en nuestro suelo, que masacró a su propio pueblo hasta hacerle aborrecer los símbolos y las fanfarrias que se dice representan a una nación que nunca se los dio, sino que siempre los encontró impuestos, por la fuerza o por el miedo a la fuerza.

                Esa es la España que puebla las mentes y los sueños húmedos de nuestros dirigentes políticos, de nuestros oligarcas e hijos de oligarcas, de nuestros intelectuales oficiales, de los miembros de las tramas orgánicas del Régimen, e incluso de los jóvenes patriotas que, llevados por el culto a la ignorancia y la violencia de sus mayores, confunden reiteradamente el patriotismo con el servicio mezquino a las élites y con el sucio trabajo de aporrear a los disidentes.

                Y que no se nos diga que esa España murió con la Transición. Esa España está en la letra y el espíritu de las más importantes y precoces sentencias del Tribunal Constitucional sobre el problema territorial español. La Sentencia del Tribunal Constitucional de 2 de febrero de 1981 (STC 4/1981), que, en su fundamento jurídico tercero, incidental respecto al fondo del asunto planteado al tribunal y por tanto no sometido a un estudio riguroso con colación del conjunto del texto constitucional, afirmaba, cercenando toda posibilidad de una lectura federalizante de la Constitución de 1978, perfectamente posible desde la literalidad del texto mismo de la Carta Magna:

                “Los Estatutos de Autonomía son normas subordinadas a la Constitución, como corresponde a disposiciones normativas que no son expresión de un poder soberano, sino de una autonomía fundamentada en la Constitución, y por ella garantizada, para el ejercicio de la potestad legislativa en el marco de la Constitución misma”.

                Una afirmación, como indica el profesor de Historia del Derecho de la Universidad de Sevilla Bartolomé Clavero en su libro “Constitución a la deriva” (Editorial Pasado y Presente, 2019), “sin matiz alguno, sin matices que se registran precisamente en la propia norma constitucional (…) He ahí toda una jurisprudencia preventiva. Con todo ello y en definitiva hasta hoy, a partir de tal sentencia de 1981, no sólo es que la Constitución territorial del Estado va a ser criatura más del Tribunal Constitucional que de la propia norma constituyente, sino que tal proceso de verdadera sustitución constitucional arrancó mediante un procedimiento sospechoso y una resolución discutible, por decir poco. El Tribunal Constitucional admitió lo que no debía de admitir y se pronunció sobre lo que no debía de pronunciarse”.

                Así se pasó desde una lectura posible de la Carta Magna basada en el concepto de autogobierno, partiendo de la base de la preexistencia de nacionalidades históricas con una legitimidad previa dimanante de la misma historia de España y sus manifestaciones en las normas forales, en la legalidad republicana y en los procesos de consulta popular, que podría haber fundamentado una lectura diversa del ordenamiento autonómico y una estructura realmente para-federal del Estado, a una lectura centrada en la autonomía, puramente administrativa, que garantizó el “café para todos”, intentando desdibujar con ello las auténticas raíces de la diversidad territorial del Estado Español y subordinar las estructuras autonómicas a una fantasmal soberanía conjunta espejismo de una Constitución que se configura más como una “carta otorgada” por el Régimen anterior que como el resultado de un proceso constituyente amplio y de abajo a arriba.

                La posterior doctrina del Tribunal Constitucional, sentencia a sentencia, ahonda cada vez más en este tipo de interpretación de cierre centralizado de la estructura territorial, llegando a denegar la legitimidad foral (reconocida en la Constitución) a Cataluña, porque su Derecho histórico propio, reconocido secularmente como el navarro o el vasco, nunca ha adoptado, sin embargo, el nombre de “Fuero”, ajeno a los usos lingüísticos catalanes. Algo que resulta un aldabonazo más sobre una Sentencia furiosa y extemporánea (la del 2010 sobre el rechazado Estatut catalán) que deniega toda posibilidad de avance desde la autonomía al autogobierno, y deroga un texto que sostiene abiertamente, desde una perspectiva federalizante, que este último es perfectamente compatible con la total integridad territorial del Estado Español.

                Y todo ello en el marco de una crisis económica global que lanza grandes masas de la población a las calles en demanda de más democracia y en defensa de los más elementales recursos para el sostenimiento de la vida de las clases populares. Es, precisamente, en ese contexto, que la derecha española decide cerrar la puerta al desesperado intento de la clase política catalana de legitimarse ante las multitudes airadas que han cercado el Parlament con un avance en el autogobierno. Ante esta ruptura de facto del pacto de no agresión y redistribución de recursos y tensiones políticas entre la oligarquía central y las locales en el marco del Estado Español, en que había consistido el funcionamiento cotidiano de la vida política española desde 1978, los partidos catalanistas deciden subir la apuesta y, encabalgándose en la creciente marea popular que pide más democracia y mejores condiciones de vida y, por tanto, también, más autogobierno, deciden lanzar el proceso político que lleva a la declaración parlamentaria sobre la independencia del año 2017, en un intento de forzar la negociación sobre la cuestión territorial.

                El último acto de este drama, la Sentencia del Tribunal Supremo por la que se condena a determinados políticos y activistas sociales catalanes a más de cien años de prisión, indica, de manera palmaria, por si fuera aún necesario, que el concepto de España del poder y sus acólitos sigue siendo el que, precisamente, impide toda posibilidad de su constitución como nación de hombres y mujeres libres e iguales. El concepto de la España-porra, la España-martillo de los herejes, la España a la fuerza, la España Estado y no la España pueblo (o mejor, pueblos). La sentencia incluye condenas por el tipo penal de sedición (con una penalidad asociada de más de diez años de privación de libertad) para actuaciones de desobediencia y protesta pacífica, profundizando en una deriva autoritaria que, en nombre de la emergencia, las más de las veces producto de las tensiones territoriales y de clase no resueltas, lleva ya un par de décadas constituyendo casi imperceptiblemente el sistema penal español en un sistema de excepción. Una sentencia que, por tanto, tendrá crueles consecuencias para quienes salen a la calle a protestar en toda España, y no sólo en Cataluña, como iremos viendo en un futuro probablemente cercano.

                Es esa trama de intereses oligárquicos, abandonos de la soberanía ante las potencias internacionales y los fondos de capitales globales, derivas autoritarias, penalidad de excepción continuada, patrioterismo que confunde el servilismo con el patriotismo y dimisión intelectual, la que impide la construcción nacional española, la que impide la soldadura real sobre una base popular de la nación española, la que hace de España un nombre impronunciable para una gran cantidad, creciente siempre (hasta la próxima matanza orquestada desde arriba), de españoles y españolas.

                Pero hay otra España en el horizonte. Una España con un profundo enraizamiento histórico y cultural. Un proyecto español no sólo alternativo, sino incluso originario, que se constituye con la participación directa de los pueblos de la Península, con un rosario de pactos voluntarios y luchas conjuntas de los abajo, de los que siempre constituyen las naciones, como saben franceses, italianos o alemanes. No es la imposición violenta de símbolos y unidades desde las élites la que está en la génesis de las patrias de la modernidad europea, sino la unificación popular y democratizante, como producto de las luchas populares, la que empezó su despegue en la gran primavera de los pueblos de 1848 en Europa, continuidad de la onda larga de la Gran Revolución de 1789 en Francia. Una conmoción hurtada a la España sometida al oscurantismo, que así se hurtó a sí misma de cara al futuro que ahora ha llegado.

                España es, originariamente y hasta la llegada de la violencia imperial de las casas reales extranjeras, un proyecto esencialmente paccionado, plural, diverso. Los distintos espacios forales, en sentido amplio, entran voluntariamente, las más de las veces, por sus propios intereses comerciales, en un marco de acuerdos mutuos que, con altibajos, han llegado a dejar su estela incluso hasta el día de hoy. Aragón y Castilla mantienen sus instituciones diversas y su Derecho propio durante siglos, tras la unión dinástica que les convierte en potencia europea. El origen real histórico de España es el pacto. Pero el drama de la España que vivimos es que el poder que lleva cientos de años reproduciéndose a sí mismo en esta tierra entiende el devenir real de la construcción nacional española, no como el cuidado y cultivo de las condiciones de ese pacto, sino como el proceso histórico por el que se incumple reiteradamente y se reprime a quien lo alega.

                Así nos han narrado la Historia de España: el proceso por el que, paulatinamente, la unidad nacional se afirma por la imposición de la centralización deseada por las casas reales y por la derogación de los residuos forales. Ese es, precisamente, el problema. España no se constituye, como Estado, como producto de una lucha múltiple por la emergencia de un espacio común ciudadano de libertades de los pueblos de la Península, por una revolución de la pequeña burguesía con participación de las clases populares, sino como una forma autoritaria de gestión adecuada para devolver la ingente deuda generada por cada nuevo Monarca y su élite asociada de grandes señores. Un producto desde arriba, que trata de acallar el genuino pulso proliferante de la nación que dice representar, mientras la pone a los pies de los banqueros internacionales desde hace quinientos años.

                Es por eso por lo que se reniega, en la Transición, de toda memoria de la tradición republicana española. Del republicanismo federal, que propuso una alternativa territorial fundamentada en el libre pacto del que hablaba Pi i Margall, pero también de la propuesta iberista asociada a gran parte del pensamiento republicano, intento de racionalizar un proceso de construcción nacional ibérico desde la diversidad y la profundización democrática.

                El republicanismo es enormemente molesto para la clase política, en 1978, porque tiene una historia y una historia de propuestas. Porque una masa desmemoriada e inerme intelectualmente es más fácil de manejar para la nueva monarquía que se afirma sobre una Constitución que, como ya hemos indicado, se interpreta desde el primer momento con los límites impuestos por el Régimen franquista al transformarse a sí mismo. Ya lo hemos dicho en otros escritos: el problema de la Constitución no está en su texto, que podría dar espacio para algunas cosas más, aunque no debamos tampoco idealizarlo, sino en el bloque histórico oligárquico, económico, intelectual y político constituido en su nombre, que hace del texto, convenientemente depurado en la dirección que le interesa, un conjunto de diques al avance democrático, en lugar de un espacio desde el que desplegar una convivencia virtuosa y dinámica

                Y no hablemos ya de las marmóreas losas de silencio impuestas sobre las propuestas derivadas directamente de las organizaciones históricas de las clases populares para la gestión del problema territorial español (que no es otra cosa que un problema de democracia y diversidad), como el municipalismo defendido por los libertarios. Un libro-propuesta como el volumen “Hacia una federación de autonomías ibéricas” de Felipe Alaiz, combinando la perspectiva federalista y la preferencia libertaria por la democracia directa, constituye hoy en día, que tanto se habla del “problema catalán”, una herejía de tal calibre, que nadie es capaz de recoger públicamente el guante de su apuesta por ligar democracia, autogobierno territorial y solidaridad peninsular.

                De hecho, el PSOE, pilar fundamental del bloque oligárquico que gestiona su hegemonía con el paraguas, convenientemente tuneado, de la Constitución del 78 ha sido, desde la Transición, un garante fundamental de este estado de cosas (o de este Estado que considera cosas a los ciudadanos y ciudadanas, despojándoles de sus culturas propias, sus anclajes de clase y sus demandas de autogobierno desde abajo, para mejor manejarlos). Los socialistas, junto al eurocomunismo hispano, han constituido una izquierda “real” española (en el sentido más monárquico de la palabra) que hasta muy recientemente, se ha negado reiteradamente a impugnar la estructura territorial impuesta, como hemos visto, por el Tribunal Constitucional, y el corazón de la propuesta socioeconómica de la oligarquía (neoliberalismo devenido en última ratio tras una suave demagogia neokenyesiana). Así, los “republicanos monárquicos”, aduladores de Juan Carlos, se han mostrado siempre también como “federalistas centralistas”, y no han hecho una sola propuesta consecuentemente federal en cuarenta años.

                Un socialismo “federalista” que no ha hablado jamás de en qué consiste eso del federalismo, que no ha tratado de recuperar sus antecedentes históricos al respecto, que no ha difundido las propuestas del republicanismo anterior a la Guerra, que no ha hecho, tampoco, propuestas nuevas de encaje territorial o de profundización democrática. Que, en definitiva, ha difundido la idea de que el Estado de las Autonomías, tal y como lo ha entendido el Tribunal Constitucional, es auténticamente federal, como Felipe VI es auténticamente republicano.

                Y entonces, ¿qué? ¿asistir a la descomposición de España por la vía de la deriva autoritaria del Estado central y a la enajenación de toda posibilidad de articulación realmente democrática de su pluralidad territorial y cultural? ¿Estado de excepción, de nuevo, para imponer el concepto oligárquico de España que impide la construcción nacional en la Península Ibérica?

                Quizás existen más soluciones, pero el problema es que está incardinadas en lo más profundo de las tradiciones de autoorganización de las clases populares de los pueblos de la Península y, por eso, nunca será escuchadas con seriedad por los que mientan banderas para destruir vínculos.

                La alternativa, pues, en el plano territorial, es el federalismo. Pero un federalismo consecuente, honesto, sinalagmático, que se base en los conceptos básicos de autogobierno y solidaridad. Un federalismo que no puede ser “café para todos”, sino que tiene que reconocer políticamente la entidad real de determinados pueblos de España con una mayor legitimidad histórica y cultural. Y, por tanto, otorgarles un grado de autogobierno consecuente que debe alcanzar la posibilidad de la autodeterminación desde bases inequívocamente democráticas.

                Pero, cuidado, si estamos hablando de profundización democrática y de apuesta federal, habrá que tener en cuenta que el ejercicio de autodeterminación por los estados federados con legitimidad histórica y cultural de que estamos hablando, no puede convertirse en secesión por voluntad de una parte que no sea claramente mayoritaria de la población en cuestión. Una independencia basada en una mayoría del 51% contra el 49% es una apuesta por la fractura social, una imposición para la mitad de la población concernida de un cambio extremo que debe precisar una clara mayoría cualificada, ya sea del entorno del 60-70% de los votantes en la entidad territorial referida, ya sea de la mayoría absoluta del censo electoral, incluyendo tanto a los votantes como a la abstención, en el mismo ámbito territorial.

                Esto no obsta para que una entidad política federal no deba estar obligada legalmente a contribuir a resolver los problemas de legitimidad que le presenta una situación de debate social sobre la independencia de un estado federado. Si, como ocurre en estos momentos en Cataluña, la mayoría de los representantes electos proponen la secesión, sin alcanzar la mayoría cualificada para ejercerla, la entidad federal debe estar obligada a iniciar un gran proceso de reflexión y negociación social que establezca las reformas necesarias para reconstruir el vínculo social en peligro de romperse. En este proceso no deben de participar, solamente, los organismos oficiales o los gobiernos federales o federados, sino también las organizaciones sociales, sindicatos, asambleas de vecinos, plataformas feministas y movimientos ciudadanos del espacio concernido, que han de tener la opción de plantear sus necesidades de profundización democrática y de autogobierno, pero también las que tengan índole económica o sociolaboral; así como los movimientos sociales y organizaciones de las clases populares del conjunto de la Federación, que han de poder también alegar los perjuicios que, para el ejercicio de la solidaridad de los de abajo puedan derivarse de la fragmentación excesiva en un contexto de grandes tiburones globales como los fondos de inversión del capitalismo depredador o las grandes transnacionales.

                Tras este proceso de negociación y debate, deben implementarse los acuerdos alcanzados destinados a la profundización democrática y a la construcción social de la nación española y del autogobierno de sus estados federados, y realizarse, poco después, un nuevo proceso de elección de representantes. Si, tras dicho proceso, la mayoría de los representantes electos en ese ámbito territorial siguen sosteniendo la voluntad de llevar a efecto la secesión, se debe de convocar un referéndum plenamente democrático en dicho Estado federado para decidir sobre ella, precedido de un amplio y participativo proceso de debate público y social sobre sus consecuencias previsibles. Para que la opción de la secesión se lleve a efecto será necesario que, en dicho referéndum, la propuesta de independencia obtenga la mayoría cualificada de que ya hablamos anteriormente. Si no es así, la secesión no podrá volver a plantearse en un plazo de tiempo prudencial.

                En caso de que la independencia de una entidad federada en la Federación Española llegara a producirse, las dos entidades resultantes tras la misma deberán establecer un tratado internacional que garantice  relaciones económicas, culturales, educativas y sociolaborales preferentes entre ambas, adoptando en todo caso la cláusula de “nación más favorecida” y entablando negociaciones para la puesta en marcha de una entidad supranacional ibérica de alcance político voluntario, en la que, desde ya, debe ser incluido Portugal.

                Por supuesto, esto sólo es una propuesta. Una intentona sumaria que debe ser completada, mejorada, matizada y reescrita en un debate amplio de las organizaciones de las clases populares españolas. Un proceso de debate, negociación y participación que no sólo ha de abarcar el aspecto territorial y que, esta vez sí, merecerá darse el nombre de proceso de construcción nacional.

 Lo sabemos: esa España futura de la profundización democrática está aún por construir, pero es la única digna de tal nombre. Y se dará sus propios símbolos, paradigmas y horizontes. Frente a la oscurantista fanfarria fantasmal que la oligarquía llama España para impedir que España pueda nacer, debemos impulsar el ejercicio de la soberanía desde abajo y respetando la pluralidad, partiendo de la creatividad  y el entusiasmo de todos quienes vivimos en esta tierra.

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