PEDRO KROPOTKIN

EL SALARIO

 

PRESENTACIÓN


Centrado en la diatriba que a finales del XIX enfrentó a colectivistas y comunistas dentro de la clase obrera,
Kropotkin defiende aquí, como no podría ser menos, el comunismo; opción que con el tiempo resultaría vencedora, para lo cual no hay más que examinar las definiciones que como metas finales fueron defendidas por las organizaciones obreras de signo libertario a lo largo de todo el siglo XX.

Nos llama la atención no obstante, el clima de ocaso del capitalismo que se trasluce tras estas líneas, pintado como un sistema caduco que está muriendo. Optimismo bien lejos del enfoque actual a casi siglo y medio de distancia, en el que hemos visto al capitalismo no solo reproducirse salvajemente, sino transmutarse en versión estatal en aquellos lugares en que el proletariado había hecho revoluciones para destronarle. Y donde estamos viendo asimismo el lento devenir de esos capitalismos de estado a capitalismos de libre empresa allí donde aún les queda algo de presencia como es en China.

Quizás la única excepción a esa regla fue la revolución española, pero aquí tampoco se siguió la opción Kropotkin, sino que si bien el salario en las pequeñas colectividades casi desapareció, aunque sustituido por vales, en las grandes ciudades siguió subsistiendo, aunque fuese transmutado en salario familiar.

En fin un texto interesante, aunque hoy en día esté bien lejos de las preocupaciones del militante obrero. El día de la revolución, si es que llega, los proletarios de entonces sabrán dar con las fórmulas que mejor les sirvan en dicho momento.

Pero esperemos que llegue.

Confederación Sindical Solidaridad Obrera


 

I

En sus planes de reconstrucción de la sociedad, los colectivistas cometen en nuestra opinión, un doble error. Hablan de la abolición del régimen capitalista pero a la vez quisieran mantener dos instituciones que son la base del sistema: el gobierno representativo y el salario.
En lo que concierne al gobierno llamado representativo ya hemos hablado de ello en numerosas ocasiones. Para nosotros resulta absolutamente incomprensible que hombres inteligentes -y no faltan en el partido colectivista- puedan ser partidarios de los parlamentos nacionales o municipales después de las lecciones que la historia nos ha dado al respecto, ya se trate de Francia, Inglaterra, Alemania, Suiza o los Estados Unidos.
Mientras vemos hundirse en todas partes el régimen parlamentario y mientras que de todos lados surge la critica a los mismos principios del sistema -no sólo en relación con sus aplicaciones- ¿cómo es posible que hombres inteligentes, que se llaman a sí mismo socialistas revolucionarios, intenten mantener un sistema condenado ya a morir?
Se sabe que el sistema fue elaborado por la burguesía para enfrentarse a la realeza y mantener y aumentar, al mismo tiempo, su dominio sobre los trabajadores. Es el sistema por excelencia del régimen burgués. Se sabe que, al preconizarlo, los burgueses jamás han defendido seriamente que un parlamento o un consejo municipal sea la representación de la nación o de la ciudad; los más inteligentes de  entre  ellos  saben  que es imposible. Al sostener el régimen parlamentario, la burguesía se limitaba a poner un dique a las ambiciones de la realeza sin, por ello, conceder la libertad al pueblo.
Se evidencia, además, que a medida que el pueblo es más consciente de sus intereses y que la variedad de éstos se multiplica, el sistema va dejando de funcionar. Por ello los demócratas de todos los países buscan, sin hallarlos, paliativos y correcciones diversas al sistema. Se intenta el referéndum y se encuentra que no sirve, se habla de representación proporcional, representación de las minorías u otras utopías parlamentarias. En una palabra, se empeñan en encontrar lo inencontrable, es decir, una delegación que represente a los millones de diferentes intereses de la nación. Sin embargo, se ven obligados a reconocer que se camina por la vía equivocada, con lo que desaparece la confianza en un gobierno por delegación.
Sólo los demócratas socialistas y los colectivistas no pierden la confianza y buscan el mantenimiento de la denominada representación nacional, cosa que no comprendemos.
Si nuestros principios anarquistas no les convienen, si los encuentran inaplicables, nos parece que al menos deberían intentar hallar otro sistema de organización que corresponda a una sociedad sin capitalistas ni propietarios. Pero adoptar el sistema burgués -que ya muere y es el más vicioso de todos- es seguirlo preconizando con ligeras correcciones, como el mandato imperativo o el referéndum, de inutilidad ya demostrada y para una sociedad con su revolución social hecha, lo cual nos parece absolutamente incomprensible a menos que bajo el nombre de Revolución Social se preconice una cosa distinta que la revolución, es decir, una renovación mínima del régimen burgués.
Lo mismo ocurre con el salario ya que, después de haber proclamado la abolición de la propiedad privada y la posesión en común de los instrumentos de trabajo ¿cómo puede defenderse bajo ninguna forma el mantenimiento del salario? Y sin embargo, esto es lo que hacen los colectivistas cuando defienden los bonos de trabajo.
Se comprende que los socialistas ingleses de comienzos de este siglo (1) defendieran los bonos de trabajo. En realidad, trataban de poner de acuerdo al Capital y al Trabajo y se oponían a la idea de tocar violentamente la propiedad y los capitalistas. Eran tan poco revolucionarios que se declaraban dispuestos a sufrir cualquier régimen imperial mientras éste favoreciera sus sociedades cooperativistas. En el fondo, continuaban siendo burgueses, caritativos si se quiere y por ello los socialistas de aquella época eran burgueses mientras que los trabajadores evolucionados eran comunistas -Engels lo dice en su prefacio al manifiesto comunista de 1843-.
También se comprende que, más tarde, Proudhon recuperara esta idea. En su sistema mutualista ¿qué otra cosa buscaba que hacer el capital menos ofensivo a pesar del mantenimiento de la Propiedad individual que detestaba de todo corazón porque creía necesaria como garantía del individuo frente al Estado?
Asimismo, se comprende que los economistas más o menos burgueses admitan también tos bonos de trabajo. Les importa poco que el trabajador sea pagado en bonos de trabajo o en moneda estampada con la efigie de la República o del Imperio. Sólo se preocupan de salvar, en vistas a la próxima caída de la propiedad individual, sus casas y el capital necesario para la fabricación de bienes manufacturados. Los bonos de trabajo servirían perfectamente para dicho mantenimiento.
Mientras el bono de trabajo pueda ser intercambiado por alhajas y coches, el propietario de una casa no tendrá inconveniente en aceptarlo como pago por un alquiler. Mientras la casa de habitación, el campo y la fábrica pertenezcan a los burgueses, por fuerza habrá que pagarles de una forma u otra para que os permitan trabajar en sus campos, en sus fábricas y habitar en sus casas. Por fuerza tendrá que pagarse un salario al trabajador por su trabajo, sea en oro, papel moneda o en bonos de trabajo intercambiables por todo tipo de comodidades.
¿Pero cómo puede defenderse la existencia de esta nueva forma de salario -el bono de trabajo- si se admite que la casa, el campo y la fábrica ya no son propiedad privada sino que pertenecen a la comuna o a la nación?


 

II


Examinemos de más cerca este sistema de retribución del trabajo recomendado por las colectividades francesas, alemanas, inglesas e italianas (2).
Más o menos se reduce así: todo el mundo trabaja, en los campos, en las fábricas, escuelas, hospitales, etc... La jornada de trabajo la establece el Estado al cual pertenecen la tierra, las fábricas, las vías de comunicación y todo el resto. Cada trabajador después de la jornada de trabajo recibe un bono de trabajo que dice por ejemplo: OCHO HORAS DE TRABAJO. Con este bono puede adquirir en los almacenes del Estado o en diversas corporaciones, todo tipo de mercancías. El bono es divisible, de manera que podrá comprar carne por el valor de una hora de trabajo, cerillas por diez minutos o tabaco con una media hora. En lugar de decir "cuatro reales de jabón", después de la revolución colectivista dirá "cuatro minutos de jabón".
La mayoría de los colectivistas, fieles a la distinción establecida por los economistas burgueses (también Marx) entre el trabajo cualificado y el trabajo nos dicen que el trabajo cualificado, o profesional, deberá pagarse un determinado número de veces más que el simple. Así una hora de trabajo de un médico deberá considerarse como dos o tres horas del trabajo de la enfermera o a tres o cuatro del jardinero. "El trabajo profesional o cualificado será un múltiplo del trabajo simple" nos dice el colectivista Groenlund, a causa del tiempo de aprendizaje necesario a cada tipo de trabajo.
Otros colectivistas como los marxistas franceses no hacen este tipo de distinción. Proclaman "la igualdad de los salarios". El médico, el maestro y el profesor serán pagados con la misma cantidad de bonos de trabajo que el jardinero. Ocho horas pasadas en el hospital con los enfermos valdrán lo mismo que las ocho cavando, en la mina o trabajando en la fábrica.
Algunos incluso hacen otra concesión: admiten que el trabajo malsano o desagradable -como el de los albañiles- podrá pagarse a una tasa más elevada que el agradable. Una hora de servicio en las cloacas, dicen, contará como dos horas de trabajo de un profesor.
- Otros colectivistas admiten la retribución en bloque, por corporaciones. Así, una corporación diría: "He aquí cien toneladas de acero. Para fabricarlas hemos sido cien trabajadores y hemos empleado diez días. Habiendo sido nuestra jornada de trabajo de ocho horas, son ocho mil horas de trabajo para cien toneladas de acero, o sea ochenta horas por tonelada". Con esta cuenta, el Estado pagaría ocho mil bonos de trabajo de una hora que deberían repartirse como les pareciera entre los miembros de la fábrica.
Por otra parte, cien mineros que hubieran tardado veinte días en extraer ocho mil toneladas de carbón, cada una de ellas valdría dos horas y los dieciséis mil bonos de una hora recibidos por la corporación de mineros, se repartirían entre ellos según sus propias apreciaciones.
Si se producían disputas -si los mineros protestasen diciendo quela tonelada de acero sólo debía costar sesenta horas de trabajo en lugar de ochenta;  si el profesor quisiera hacerse pagar la jornada el doble que la enfermera- el Estado intervendría y solucionaría las diferencias.
Esta es, más o menos, la organización que los colectivistas querrían hacer surgir de la revolución social. Según se ve, sus principios son: propiedad colectiva de los instrumentos de trabajo y remuneración de cada uno según el tiempo empleado en producir, teniendo en cuenta la productividad. En cuanto al régimen político, sería el parlamentario mejorado por el cambio de los hombres en el poder,  el mandato imperativo  y  el  referéndum, es decir, el  plebiscito  si o no sobre las cuestiones que serían sometidas a votación popular.
Afirmamos rotundamente que este sistema nos parece absolutamente irrealizable.
Los colectivistas empiezan por proclamar un principio revolucionario -la abolición de la  propiedad privada- negándola a continuación al conservar la organización de producción y de consumo  nacidos de la propiedad privada.
Proclaman un principio revolucionario y -olvido inconcebible- ignoran las  consecuencias  que  un  principio  tan  diferente  debería  implicar.
Olvidan que el hecho mismo de abolir la propiedad individual de los instrumentos de trabajo (tierra, fábricas, medios de comunicación, capitales) debe conducir a la sociedad por vías completamente nuevas; debe cambiar de arriba abajo el sistema de producción, los medios y los objetivos; todas las relaciones cotidianas entre los individuos deberán modificarse en cuanto la tierra, la máquina y el resto se consideren propiedad común.
Dicen "basta de propiedad privada" y, de inmediato, se apresuran a mantenerla en sus manifestaciones cotidianas. "Seréis una comuna para producir. Los campos, las herramientas, las máquinas -dicen- os pertenecerán en común. Todo cuanto se ha hecho hasta hoy -esas manufacturas, esos ferrocarriles, esos puertos, esas minas- os pertenecen. No se mantendrá ninguna diferencia en relación con lo que hayáis hecho anteriormente con esas máquinas, esos ferrocarriles o en esas minas.
"Pero a partir de mañana, disputareis minuciosamente para determinar la parte que deberéis llevar a cabo en la fabricación o el tendido de todos esos trabajos. Desde mañana pensareis exactamente la parte que cada uno recibirá en razón de la nueva producción. Contareis vuestros minutos de trabajo y os la pasareis vigilando para que cada minuto de trabajo de vuestro vecino no le sirva para adquirir más productos que el vuestro”.
"Calculareis vuestras horas y vuestros minutos laborales y, dado que una hora no mide nada, y que en determinada manufactura un trabajador puede vigilar cuatro trabajos a la vez, mientras que en otro sólo puede vigilar dos, deberéis pesar la fuerza muscular, la energía cerebral y la energía nerviosa usadas. Calculareis minuciosamente los años de aprendizaje para evaluar exactamente la parte de cada uno de vosotros en la producción futura".
Por nuestra parte, opinamos que si una nación o una comuna se otorgara una organización semejante, no subsistiría más de un mes. Una sociedad no puede organizarse bajo dos principios opuestos que se contradicen a cada paso. La nación o la comuna que se diera semejante organización se vería obligada, o bien de volver a la propiedad privada, o transformarse de inmediato en una sociedad comunista.


 

 

III

Hemos dicho que la mayor parte de los  escritores colectivistas piden que en la sociedad socialista la retribución se lleve a cabo estableciendo una distinción entre el trabajo de calidad o profesional y el simple. Pretenden que la hora de trabajo del ingeniero, del arquitecto, debe contarse el doble o el triple en horas que la del herrero, del albañil o de la enfermera. Y continuará diciendo que hay que hacer la misma distinción entre los trabajadores cuyo oficio exige un aprendizaje más o menos largo y los que no son más que sencillos jornaleros.
Este es el sistema de la sociedad burguesa.
Establecer esta distinción es mantener todas las desigualdades de la sociedad actual. Es trazar de antemano una línea de separación entre el trabajador y los que pretenden gobernarle. Sigue siendo la división de la sociedad en dos clases: la aristocracia del saber por encima de la plebe de manos callosas; una dedicada al servicio de la otra; los brazos de una trabajando para alimentar y vestir a la otra, la cual aprovecha su tiempo de ocio para aprender a dominar a la anterior.
Pero es más que esto. Es adoptar los signos distintivos de la sociedad burguesa prestándole el sello de la revolución social. Es elegir en principio un abuso ya condenado de la sociedad que desaparece.
Sabemos lo que se nos contestará. Se nos hablará de "socialismo científico", se citará a los economistas burgueses -incluido Marx- para probar que la escala de salarios tiene su razón de ser ya que "la fuerza del trabajo" del ingeniero habrá costado más a la sociedad que la "fuerza del jardinero, porque los gastos "necesarios" para formar a un primero son más elevados que los precisos para preparar al segundo. Esta teoría es natural desde el momento en que se admite que los productos se intercambian en proporción de las cantidades de trabajo socialmente necesarias para su producción. Sin esto  la teoría  del valor de Ricardo, retomada por Marx, no podría sostenerse.
Pero nosotros sabemos que, en la actualidad, si el ingeniero, el sabio y el doctor son  pagados diez o cien veces más que el trabajador, no lo son en razón de "los gastos de producción" de estos señores. Lo son en razón de un monopolio de educación. El ingeniero, el sabio y el médico explotan su capital -su diploma- del mismo modo que el burgués explota su fábrica o el noble explota sus títulos de nacimiento. El grado universitario ha substituido al acta de nacimiento del noble del antiguo régimen.
El patrón que paga veinte veces más al ingeniero que al trabajador, hace un cálculo bien sencillo: si el ingeniero puede economizarle cien mil francos al año en la producción, le paga veinte mil; en cuando detecta un capataz hábil para hacer sudar al obrero economizándole diez mil francos en mano de obra, le paga dos o tres mil francos anuales. Renuncia a un millar de francos a cuenta de ganar diez mil. Esta es la esencia del régimen capitalista.
Así que no vengan a hablamos de los gastos de producción de la fuerza del trabajo y a decimos que un estudiante que ha pasado una alegre juventud en la universidad tenga "derecho" a un salario diez veces más elevado que el hijo de un minero que anda metido en la mina desde los once años. Y lo mismo se puede decir de un comerciante que ha pasado veinte años de "aprendizaje" en una tienda que gana sus cien francos diarios y sólo paga cinco a cada uno de sus empleados.
Nadie ha calculado jamás los gastos de producción de la fuerza de trabajo. Y si un holgazán cuesta lo mismo a la sociedad que un honrado trabajador, aún queda por saber si después de contarlo todo -mortalidad infantil de los hijos de los trabajadores, la anemia que los mata, las muertes prematuras- un jornalero robusto no cuesta más a la sociedad que un artesano.
¿Se nos quiere hacer creer, por ejemplo, que el salario de treinta céntimos que se le paga a una obrera parisina, o los seis de una costurera de Auvernia que pierde los ojos sobre los encajes, representan "los gastos de producción" de estas mujeres? Y sabemos que muchas veces trabajan por menos de estas cantidades porque, también sabemos perfectamente, que de no hacerlo, sin estos salarios irrisorios morirían de hambre.
En la sociedad actual, cuando vemos que el capataz recibe una paga dos o tres veces mayor que el trabajador y que entre los mismos trabajadores existen toda una serie de gradaciones, desde los diez francos diarios a los seis céntimos de la campesina, sentimos asco.
Condenamos estas gradaciones. No sólo desaprobamos los elevados salarios del ministro, sino también la diferencia entre los diez francos y los seis céntimos. Lo rechazamos. Lo consideramos injusto, y decimos: "¡abajo los privilegios no sólo de educación, sino de nacimiento! ¡Unos somos anarquistas y otros socialistas precisamente porque estamos en contra de estos privilegios! "
¿Cómo  entonces,  se  pueden  eligir  los  privilegios  en  principio?
¿Cómo proclamar que los privilegios de educación serán la base de una sociedad igualitaria sin matar de raíz esta misma sociedad? Es imposible en una sociedad que tenga la igualdad como base. El general al lado del soldado, el ingeniero rico al lado del trabajador, el médico al lado de la enfermera.
De producirse una aberración semejante, la conciencia popular se alzaba contra ello, no lo tolerarla. Por tanto, vale más no intentarlo.
Por eso ciertos colectivistas franceses, comprendiendo la imposibilidad de mantener la escala de salarios en una sociedad inspirada por el aliento de la revolución, se apresuran a proclamar hoy día la igualdad de los salarios. Sin embargo, tropiezan con otras dificultades tan grandes como las anteriores y su igualdad de salarios se toma otra utopía tan irrealizable como la teoría de la escala de los otros.
Una sociedad que se habrá apoderado de todo la riqueza social y que habrá  proclamado  que todos  tienen  derecho  a  esta  riqueza -cualquiera que fuera su parte en la creación de la misma- estaría obligada a renunciar a cualquier idea de salario tanto en moneda como en bonos de trabajo.


 

IV

"A cada uno según sus obras" dicen los colectivistas o, mejor, según su rendimiento en favor de la sociedad. ¡Y se recomienda este principio después que la revolución habrá puesto en común los instrumentos de trabajo y todo cuanto se necesita para la producción!
Si se produjera la desgracia que la revolución social se adhiriera a este principio, se atrasaría un siglo el desarrollo de la humanidad; sería construir sobre arena; finalmente, se dejaría sin resolver el inmenso problema social que los siglos pasados nos han dejado entre las manos.
En una sociedad como la nuestra en la que cuanto más trabaja un hombre menos se le retribuye, este principio puede parecer a primera vista una aspiración justiciera, pero en el fondo no es más que la consagración de todas las injusticias actuales. El concepto del salario empezó con este principio y ha desembocado en la situación actual, es decir, en las abominaciones y en las crudas desigualdades de la sociedad actual. Se ha llegado a este punto porque desde el mismo instante en que la sociedad empezó a calcular en moneda o en otra especie de salario los servicios prestados, toda la historia de la sociedad capitalista quedaba escrita, llevaba en sí misma el germen de su final.
¿Podemos, por tanto, volver al mismo punto de partida y repetir la misma evolución? Nuestros teóricos así lo defienden, pero felizmente es imposible. La revolución será comunista o perecerá en un baño de sangre.
Los servicios prestados a la sociedad -ya sea un trabajo en la fábrica, en el campo o en los servicios- no pueden evaluarse en unidades monetarias, no existe una medida exacta de lo que se ha denominado erróneamente valor de intercambio, ni del valor utilitario. Si encontramos dos individuos que trabajan conjuntamente para la comunidad durante años cinco horas al día en trabajos distintos pero que los satisfacen por igual, podremos afirmar que sus trabajos en valor son equivalentes. Pero no se pueden fraccionar, ni decir que el producto de cada jornada, de cada hora o de cada minuto de trabajo vale el producto de cada hora o de cada minuto de otro.
Para nosotros, la escala actual de salarios es un producto complejo formado por impuestos, tutela gubernamental y acaparamiento capitalista, o sea, de estado y de capital. Por ello, afirmamos que todas las teorías elaboradas por los economistas sobre la escala de salarios, han sido inventadas a posteriori para justificar las injusticias existentes. No faltaré quien nos diga que, a pesar de todo, la escala colectivista de los salarios constituirá un progreso. "Seré mucho mejor -dicen- tener una clase de gente pagada dos o tres veces más que el común de los trabajadores, que tener ningún Rothschild que se embolsa en un día lo que un trabajador no gana en un año. Siempre será un paso logrado hacia la igualdad".
Para nosotros, éste sería un progreso a contrapelo. Introducir en una Sociedad socialista Je distinción entre trabajo simple y trabajo profesional, sería dar validez con el sello revolucionario a la condición brutal que se sufre hoy día pero que, por lo menos, consideramos injusta. Sería hacer como esos señores del 4 de agosto de 1789, que proclamaban la abolición de los derechos feudales con grandes frases efectistas pero que el 8 avalaban esos mismos derechos al instituir unos determinados cánones pagaderos por los campesinos a los señores para su remisión. Sería también hacer lo mismo que el gobierno ruso cuando declaró la emancipación de los siervos y proclamó que a partir de entonces la tierra pertenecería a los señores cuando, antes, constituía un abuso apoderarse de las tierras de los siervos.
O bien para presentar un ejemplo más conocido: -cuando la Comuna de 1871 decidió pagar a los miembros del Consejo de la Comuna quince francos al día, mientras que los federados que defendían las murallas sólo cobraban trente céntimos, hubo algunos que proclamaron esta decisión como un acto de alta democracia igualitario. Pero en - realidad, con esta decisión la Comuna no hacía más que sancionar la antigua desigualdad entre el funcionario y el soldado, el gobernante y el gobernado. Para una cámara oportunista, una decisión de este tipo era una magnífica ocasión, pero para la Comuna constituía una mentira. La Comuna mentía a su principio revolucionario y, por ello, lo condenaba.
A Grosso modo puede decirse que el hombre a quien durante toda su vida se le ha impedido tener un momento ocioso durante diez horas diarias, ha dado a la sociedad mucho más que el que sólo le ha costado cinco horas al día o ninguna. Por tanto, no puede determinarse que dos horas de cualquiera de estos últimos vale el doble que el producto de una hora de otro y remunerarlo en proporción. Hacerlo así, sería ignorar toda la complejidad de la industria, la agricultura, la vida entera de la sociedad actual en suma. Asimismo, se dejaría de lado hasta que punto todo el trabajo del individuo es el resultado de trabajos anteriores y actuales; sería aplicar los principios de la edad de piedra a la edad del acero.
Por ejemplo, examinemos el trabajo de una mina de carbón y veamos si existe la menor posibilidad de evaluar los distintos servicios prestados por todos los que realizan las diversas labores necesarias para la extracción del mineral.
Veamos a ese hombre colocado ante la inmensa máquina que hace subir y descender la caja. Controla con una mano la palanca que la hace subir, bajar, o detenerla en un abrir y cerrar de ojos. La lanza arriba o abajo con una velocidad vertiginosa mientras vigila un indicador clavado al muro que, señalando una escala, indica en qué lugar del pozo donde se halla la caja en cada momento. No aparta la atención del aparato y cuando éste señala un determinado nivel, interrumpe de golpe el movimiento de la caja, ni medio metro más arriba ni más abajo del lugar indicado. Y tan pronto se ha vaciado, la lanza nuevamente al espacio.
Durante ocho o diez horas despliega  prodigios de atención.  Si  su cerebro deja de estar atento ni un sólo instante, la caja golpeará contra las ruedas, romperá el cable, aplastará a los hombres e interrumpirá todo el trabajo de la mina. Sólo con que pierda tres segundos en el manejo de la palanca, la extracción se reducirá entre veinte y cincuenta toneladas al día.
¿Es quizá ese hombre el que presta un servicio más importante en la mina o el muchacho del silbato que desde abajo le da la señal de hacer subir la caja? ¿O es el minero que a diario expone su vida en el fondo de la mina y que algún día puede resultar muerto por una explosión de grisú?  ¿O el ingeniero  que si comete un ligero error en sus cálculos y no detecta la veta de carbón, hará perforar piedra? ¿O bien, finalmente -como lo pretenden los economistas que también predican la retribución según las obras y las calculan a su manera- es el propietario que ha arriesgado todo su patrimonio y que  puede ordenar a despecho de todas las previsiones perforar en un lugar equivocado?
Todos los trabajadores de la mina contribuyen a extraer el carbón en la medida de sus fuerzas, de sus energías, de su saber, de su inteligencia y de su habilidad. Y lo único que cabe decir es que todos tienen derecho a vivir, a satisfacer sus necesidades, incluso sus fantasías cuando las necesidades imperiosas de las anteriores estuvieran satisfechas. ¿Pero cómo evaluar sus obras?
Por otra parte, el carbón extraído ¿sería obra suya? ¿No lo sería de los que construyeron el ferrocarril que va a la mina o de los autores de las carreteras que rodean las estaciones? ¿No es también la obra de los que sembraron los campos, extrajeron el hierro, cortaron la madera para las vigas o construyeron las máquinas que quemarán el carbón y así sucesivamente?
Es imposible hacer ninguna distinción entre las horas de cada uno. Medirlas por los resultados o fraccionarias por las horas de trabajo también conduce al absurdo. Sólo queda una cosa: no medirlas en absoluto y reconocer el derecho a las comodidades de tocios aquellos que toman parte en la producción.
Asimismo, tomad cualquier otra rama de la actividad humana, examinad el conjunto de nuestra existencia y preguntaos: ¿cual de entre nosotros puede reclamar una mayor compensación por sus  obras? ¿Quién es más, el médico que ha acertado en el diagnóstico de la enfermedad o la enfermera que ha asegurado la curación poniendo en práctica las medidas necesarias? ¿Es el inventor de la primera máquina de vapor o el muchacho que un día, harto de tirar de  la cuerda que antaño servía para abrir la  válvula que dejaba entrar el vapor bajo el pistón, ató la cuerda a la palanca de la  máquina y se fue a jugar con sus amigos sin saber que acababa de inventar el mecanismo esencial en toda máquina moderna: la abertura automática de la  válvula?
¿Fue el inventor de la locomotora o aquel obrero de Newcastle que sugirió substituir por traviesas de madera las piedras que antes se ponían debajo de los raíles y que hacían descarrilar los trenes faltos de un soporte elástico? ¿Es el maquinista o el hombre que se encarga de las señales?
Tómese el cable transatlántico. ¿Quién ha hecho más por la sociedad? ¿El ingeniero que insistía en que el cable transmitiría los telegramas o los electricistas que lo declaraban  imposible? ¿O Maury,  el sabio que aconsejó substituir los cables gruesos por otros no más anchos que una caña? ¿O los voluntarios llegados de quien sabe donde que se pasaron noche y día en el puente examinando minuciosamente cada metro de cable y quitando los clavos con los que los accionistas de las compañías   marítimas  ponían  ex  profeso  el sistema fuera de servicio?
Y en un campo  aún  más vasto,  el auténtico campo de la vida humana con sus alegrías, dolores y accidentes. ¿Quién de nosotros no conoce a alguien que le ha hecho un favor (servicio) tan grande  que sólo de pensar en pagarlo con dinero se ofendería? Un servicio que podría consistir en sólo una palabra, pero dicha justo a tiempo; o meses y años de entrega y devoción. ¿Evaluareis estos servicios, los más importantes de todos, en bonos de trabajo?
"¡Las obras de cada uno!".   Las sociedades humanas no vivirían  ni generaciones, desaparecerían a los cincuenta años si cada uno no diera infinitivamente más de lo que recibe en moneda, en bono o en recompensas cívicas. Se produciría la extinción de la raza si la madre empleara su vida únicamente en conservar la de sus hijos, si el hombre no diera nada allí donde no le espera ninguna recompensa.
Si la sociedad burguesa  perece, si hoy en día nos hallamos en un callejón sin salida del cual no podemos salir sin pasar a sangre y fuego las instituciones del pasado, es precisamente por haber contado demasiado, por haber confiado en el cuento de la lechera: Todo esto ha pasado por habernos dejado arrastrar a dar sólo si recibimos, por haber convertido a la sociedad en una empresa comercial basada en el debe y el haber.
Por otra parte, los colectivistas lo saben. Comprenden vagamente que una sociedad no podría existir si llevara al límite el principio de "a cada uno según sus obras". Dudan que las necesidades -no hablamos de fantasías- del individuo no corresponden siempre a  sus obras.
Por ello, De Paepe dice: "Este principio -eminentemente individualista- sería  atemperado mediante la intervención social en la educación de los niños y de los jóvenes (comprendidos el alimento y el sostén) y por la organización social de asistencia a los enfermos e impedidos, por la jubilación a los trabajadores ancianos, etc..."
No se fijan en que un hombre de cuarenta años con tres hijos tiene mayores necesidades que un joven de veinte.
No se dan cuenta que la madre que amamanta a su hijo y pasa las noches en blanco a su cabecera no puede hacer tantas obras como el hombre que ha dormido tranquilamente. Parecen admitir que el hombre y la mujer agotados por haber trabajado en exceso para la sociedad, pueden resultar a la postre incapaces de llevar a cabo tantas obras como aquellos que habrán cumplido con sus horas sin grandes molestias y embolsado sus bonos gracias a su situación privilegiada en la burocracia estatal.
Eso sí, se apresuran a atemperar el principio. "La sociedad -dícen­ alimentará y educará a los niños, asistirá a los enfermos y a los ancianos. Las necesidades y no las obras serán la medida de los gastos que la sociedad se impondrá para atemperar el principio basado en las obras".
¡Se trata de caridad!  La caridad organizada por el Estado. Mejórese el hogar de los niños abandonados, organícese la protección de enfermos y ancianos ¡y el principio será atemperado!
O sea, que después de haber negado al comunismo, después de haber adaptado a su manera la fórmula "a cada uno según sus necesidades", se dan cuenta que sus brillantes economistas se han olvidado de algo: de las necesidades de los productores. Y se apresuran a reconocerlo. El Estado acudirá, el Estado se encargará de determinar si las necesidades no son desproporcionadas en relación a las obras y de satisfacerlas si es el caso. Será el Estado quien dará limosna a los inferiores. De esto a la ley de los pobres y a las "casas de trabajo" (3) inglesas no hay más que un paso. Y realmente no hay más que un paso porque esta misma sociedad-madrastra que nos asquea, se ha visto también obligada a atemperar su feroz individualismo. También ella ha tenido que hacer concesiones en un sentido comunista bajo la forma de caridad.
Ella también distribuye dinero para impedir el pillaje de sus tiendas. Asimismo construye hospitales -a menudo malos y algunos espléndidos- para prevenir la extensión de las enfermedades contagiosas. Y también, después de haber pagado mínimamente las horas de trabajo, recoge a los hijos de aquellos a quien ella misma ha reducido a la más profunda de las miserias. Se ocupa también de las necesidades caritativas.
Como hemos dicho en otras ocasiones, la miseria de los miserables fue la primera causa de la riqueza. Fue ella la que creó el primer capitalista ya que, antes de poder acumular la plusvalía que tanto gusta mencionar, era preciso que existieran miserables que consintieran vender su fuerza de trabajo para no morir de hambre. La miseria es la que ha hecho a los ricos. Y si la miseria creció tan rápidamente en la Edad Media, fue gracias, especialmente, a las invasiones y las guerras que siguieron, la creación de los Estados y el desarrollo de su poder, el enriquecimiento gracias a la explotación de Oriente y tantas otras causas del mismo género que quebraron los lazos que unían a las comunidades agrarias y urbanas y en lugar de proclamar la solidaridad que solía unirlos, proclamaron este principio: "¡Nada de necesidades. Sólo se pagarán las obras y que cada uno se espabile por su cuenta!".
¿Es este el principio que surgirá de la revolución? ¿Es este el principio que se osa calificar de revolución social, un nombre tan querido por los hambrientos, los sufrientes y los oprimidos?
No será posible. Ya que el día en que las viejas instituciones caigan bajo el hacha del proletariado, habrá entre estos el medio cuarterón que gritará: "¡Pan para todos! ¡Casa para todos! ¡Vida decente para todos!"
Y su voz será escuchada. El pueblo se dirá a sí mismo: "Empecemos satisfaciendo nuestras necesidades vitales, de alegría y de libertad. Y cuando todo el mundo sea feliz, nos pondremos manos a la obra, la obra de la demolición de los últimos vestigios del régimen burgués, de su moral basada en el libro de contabilidad, de su filosofía del "debe" y del "haber", de sus instituciones que discriminan el tuyo y el mío. Y al demolerlas edificaremos, como decía Proudhon. Pero edificaremos sobre bases nuevas, las del Comunismo y de la Anarquía y no las del lndividualismo y la Autoridad .

 

 

NOTAS

1- Siglo XIX.
2- Los anarquistas españoles al conservar el nombre de colectividades, entienden con esta palabra la posesión en común de los instrumentos de trabajo y "la libertad para cada grupo de repartir los productos del trabajo como les parece bien": según los principios comunistas u otros.
3- ''Workhouse". Casas de acogida inglesas para gente discapacitada a la que se daba albergue y se les obligaba a trabajar en una ocupación.

 

 

 

ÁGORA